El papel de Estados Unidos en la epidemia de violencia salvadoreña

by Redacción

Era una tarde nublada cuando Mayra Ayala guio a su familia a lo largo de los senderos de un cementerio en una ladera de Ilobasco, una ciudad a unos 56 kilómetros de la capital. Los nueve familiares pasaron por encima de decenas de mausoleos pintados de colores brillantes camino hacia una tumba púrpura con tres cruces.

Habían pasado dos años desde que José, el esposo de Mayra Ayala, y dos de sus hijos —Vladimir, de 21 años, y Douglas, de 19— habían sido asesinados por miembros de la pandilla MS-13. José Ayala, líder comunitario en uno de los bastiones de la pandilla, había estado en contacto constante con el alcalde y los policías de Ilobasco, que fueron capacitados por asesores estadounidenses para estrechar lazos con los residentes.

Sin embargo, esas conversaciones hicieron pensar a los líderes de la MS-13 que Ayala era informante del gobierno, una acusación que su familia niega. Una mañana de marzo de 2016, él y sus hijos fueron emboscados en el taller de tejas de la familia.

Mayra Ayala, de 45 años, y casi todos sus hijos, ahora viven ocultos y se mudan de una casa a otra en su viejo vecindario. Los apoya el hijo mayor, Alexander, quien sobrevivió a la masacre y ahora está solicitando asilo en Estados Unidos. Mayra siente cierta ambivalencia sobre la participación estadounidense en su país. Fue una de las iniciativas para combatir la violencia pandillera que destruyó a su familia; sin embargo, en muchos aspectos ha hecho que su vecindario sea más seguro.

“Hablar con policías es sentencia de muerte”, dijo Ayala. “Pero también está bien que estén en los cantones, porque si ellos no estuvieran allí, nosotros ya no estaríamos”.

Estados Unidos ha aumentado su involucramiento en el país en los dos últimos años; ha destinado cientos de millones de dólares y dirigido a decenas de miembros de la policía y del ejército para combatir a las pandillas que provocan que muchos salvadoreños huyan rumbo a la frontera estadounidense. La meta es crear un sistema de justicia que sea más autosuficiente; no obstante, es difícil dar seguimiento a los efectos de esa inversión.

Los asesores estadounidenses están capacitando a los policías que arrestan a los miembros de las pandillas. Los dólares que otorga Estados Unidos sirven para construir las prisiones donde se les encierra. En un centro instalado por los estadounidenses en San Salvador los detectives están aprendiendo cómo investigar mejor los crímenes. Es parte de un plan para enviar 760 millones de dólares al violento Triángulo Norte —El Salvador, Guatemala y Honduras—, un apoyo que los funcionarios estadounidenses y salvadoreños alertan que sería catastrófico terminar.

El presidente Donald Trump ha amenazado en varias ocasiones con eliminar el programa. Cree que la MS-13 es una fuerza peligrosa en Estados Unidos, pero ha manifestado escepticismo respecto de los esfuerzos para ayudar a erradicar esta organización criminal en El Salvador. Recientemente prometió eliminar la ayuda que Estados Unidos destina a Centroamérica.

El compromiso vacilante de Trump y su retórica agresiva —incluidas las afirmaciones de que la mayoría de los inmigrantes salvadoreños son pandilleros— a veces han puesto en peligro los frágiles caminos que ha encontrado la embajada estadounidense en una región donde la participación de Washington, que data de hace décadas, ha levantado sospechas a lo largo de su historia.

“No todos los salvadoreños son pandilleros y no todos son MS”, dijo Mayra Ayala. “Solo somos pobres”.

“El presidente Trump tiene razón de tirarle a la MS, porque es la pandilla más cruel que hay en el Salvador”, indicó. “Sí necesitamos apoyo de él, como salvadoreños sí lo necesitamos”.

Equipo de segunda mano

A pesar de las inversiones de Estados Unidos, el sistema de justicia salvadoreño aún tiene problemas para afianzar la seguridad básica. Ni hablar de mejorarla.

La tasa de homicidios del país es una de las más altas de América Latina —60 asesinatos por cada 100.000 habitantes—, pero solo tiene un laboratorio de investigación forense para procesar evidencia. El pequeño centro cuenta con uno de los dos sistemas de análisis balístico de El Salvador y una colección de espectrómetros de masa, aparatos obsoletos de análisis de sangre que fueron entregados por la Administración para el Control de Drogas (DEA). También hay bolsas de papel llenas de evidencia; ropa manchada de sangre y armas.

“Aquí es el único laboratorio de criminalística en el cual nosotros recibimos toda la evidencia procesada de todo el país”, dijo Gloria del Carmen Cárcamo, la directora del laboratorio. No obstante, sin tecnología para analizar ADN, su centro no puede buscar coincidencias entre la ropa y las víctimas o los sospechosos.

Los fiscales pueden solicitar pruebas de ADN a través de un analista forense, pero los resultados no se almacenan en un solo sistema y no se pueden buscar fácilmente. Para un país que tuvo casi 4000 homicidios en 2017, las implicaciones son asombrosas.

El centro de Del Carmen Cárcamo espera tener más equipo y herramientas de análisis genético en los próximos tres años, gracias a un donante privado. Su laboratorio —donde hay un asesor estadounidense a tiempo completo— también recibió parte de los 140 millones de dólares que Estados Unidos destinó en 2017 para mejorar el sistema de justicia de El Salvador.

E incluso cuando se procesa la evidencia, rara vez se hace justicia. A menudo, las familias de las víctimas, como los Ayala, no ejercen presión para que se realice una investigación, pues temen las represalias por parte de las pandillas. Cuando los delitos llegan a juicio, menos de uno de cada veinte termina en una condena, según análisis hechos en Estados Unidos.

Reformar el sistema es un esfuerzo inmenso en un país que apenas comenzó a reconstruirlo a principios de los años noventa, como parte de los acuerdos de paz que pusieron fin a su brutal guerra civil. Hace tres décadas, el gobierno de Ronald Reagan apoyó al entonces gobierno militar salvadoreño en el conflicto en el que murieron más de 70.000 personas. Desde entonces, Estados Unidos ha intentado posicionarse como un socio en materia de procuración de justicia más que como un patrocinador militar.“Estados Unidos es el país que más coopera en materia de investigación del delito”, aseguró Howard Cotto, director general de la Policía Nacional Civil salvadoreña. A Estados Unidos no solo le interesa frenar el flujo de migrantes salvadoreños hacia el norte. MS-13, que se originó en Los Ángeles en la década de 1980, sigue teniendo una fuerte presencia en algunas ciudades estadounidenses. “Ciertamente, es difícil separar la acción de la MS en Estados Unidos sin vincularla a El Salvador”, añadió Cotto.

Estados Unidos está involucrado en casi todos los aspectos de los esfuerzos de El Salvador para frenar la violencia pandillera casi permanente. Está equipando y capacitando a una unidad élite antipandillas de la policía salvadoreña y en proceso de construir nuevas oficinas de fiscales. Los programas del Departamento de Estado capacitan a la policía para cultivar fuentes dentro de las comunidades; los jueces toman clases en centros estadounidenses, y los agentes del FBI trabajan junto con policías salvadoreños.

Durante un ejercicio de capacitación a principios de 2018, un equipo de experimentados investigadores criminales salvadoreños tuvieron problemas para recopilar la evidencia en una escena de crimen simulada. Un maniquí que representaba a la víctima estaba en el suelo y a su lado había un cuchillo; los investigadores rápidamente declararon que el crimen estaba resuelto.

El instructor tuvo que esforzarse para convencerlos de que miraran más en detalle. Los estudiantes no habían revisado detrás de una barra, donde había regados cartuchos de bala y drogas falsas.

Incluso con el progreso lento en El Salvador, el apoyo estadounidense es vital, de acuerdo con Cotto. No obstante, la cooperación entre ambos países se ha complicado debido a las declaraciones de Trump acerca de los salvadoreños, las pandillas y la inmigración.

El presidente de Estados Unidos ha dicho que está deportando a los migrantes salvadoreños a un ritmo récord, que los solicitantes de asilo están saturando las fronteras estadounidenses y que el gobierno salvadoreño no está haciendo nada para ayudar. Sin embargo, de acuerdo con datos del Departamento de Estado que se presentaron a principios de 2018 a líderes salvadoreños, el número de ciudadanos que salen del país y la cantidad de deportados han disminuido significativamente.

Jean Elizabeth Manes, la embajadora de Estados Unidos en El Salvador, dijo que los comentarios de Trump no han hecho que los funcionarios estadounidenses en ese país centroamericano abandonen sus esfuerzos. “Nos mantenemos enfocados en nuestros objetivos e intentamos progresar con nuestros esfuerzos de cooperación”, dijo.

Para vigilar a la policía

Las formas desarticuladas de llevar registros en El Salvador y el hermetismo del Departamento de Estado estadounidense hacen que sea difícil medir el impacto de los esfuerzos de mejorar la procuración de justicia en el país. Los funcionarios de la policía estadounidense que están presentes en la región no tienen permitido hablar de manera oficial sobre sus tareas.

El Departamento de Estado cree que su apoyo ha contribuido a que disminuyan los homicidios y otros crímenes en todo el país, aunque reconoce que “aún hay desafíos en materia de seguridad y justicia criminal”, según una portavoz del departamento. La portavoz tampoco quiso dar detalles sobre el equipo otorgado a las autoridades salvadoreñas como parte del plan. El secretismo al respecto hace poco para aliviar la desconfianza que los salvadoreños han tenido históricamente respecto de la intervención estadounidense.

Es una desconfianza agravada por acusaciones de malas prácticas por parte de la policía salvadoreña, incluidos los policías capacitados por los asesores estadounidenses. Una unidad que fue entrenada por agentes de Estados Unidos fue desmantelada a principios del año tras reportes generalizados de asesinatos extrajudiciales y brutalidad policiaca.

Ese grupo, la Fuerza Especializada de Reacción El Salvador, o FES, fue remplazado en enero por la unidad Jaguares, cuyos miembros son entrenados por las fuerzas especiales del ejército de Estados Unidos. En una entrevista, los comandantes de Jaguares dijeron que su unidad se enfocaba en los derechos humanos e incluía solo a policías. (La FES contaba con la participación tanto de policías como de miembros del ejército).

FES, establecida en abril de 2016, arrestó a 1810 sospechosos de ser miembros de pandillas en los veinte meses anteriores a su desmantelamiento, de acuerdo con estadísticas de la policía. En los primeros seis meses de la existencia de la unidad Jaguares, esta ha hecho 249 detenciones; según funcionarios salvadoreños eso es una muestra de la discreción del grupo.

Aunque los funcionarios estadounidenses y salvadoreños presumen de esta reducción, los defensores de derechos humanos dicen que la unidad Jaguares es corrupta; muchos de sus agentes eran parte de la FES. “La institución solo cambió de nombre”, dijo Celia Medrano, directora de Cristosal, organización centroamericana de derechos humanos.

Los funcionarios estadounidenses han dicho que los exagentes de la FES que ahora son parte de Jaguares fueron muy bien investigados y que la participación de Estados Unidos es solamente a modo de asesoría. No obstante, los funcionarios salvadoreños dicen que los Jaguares no podrían seguir activos sin el apoyo estadounidense.

“Sí, es como que usted saque un pez del agua. Le estaría quitando a ese pez todo el oxígeno que está tratando de controlar esa alza criminal que tenemos en El Salvador”, dijo César Antonio Ortega, líder de Jaguares.

En un solo fin de semana violento a mediados del año, Jaguares realizó decenas de redadas y otros operativos. A veces, parecían ser la fuerza policiaca de élite que han elogiado los estadounidenses: identificaban blancos, llevaban a cabo misiones tácticas complejas y arrestaban a sospechosos. Sin embargo, en ocasiones también tenían problemas para terminar misiones y se mostraban abiertamente escépticos de su propio sistema.

Un grupo intentó rescatar a un agente secuestrado por la MS-13, pero fracasó. Después de una persecución intensa, lo encontraron muerto a un costado de una carretera rural al suroeste de la capital. Esta situación no es extraña, puesto que muchos policías salvadoreños no tienen más opción que vivir en los vecindarios pobres controlados por las pandillas que vigilan.

“Saben que eres policía y van a quitarte la vida”, dijo un agente de Jaguares apodado Alien.

El mismo fin de semana, cuando un grupo de Jaguares detuvo a un miembro de MS-13, los agentes comentaron que las pandillas no temían a los arrestos porque sabían que los tribunales los dejarían libres.

En otro operativo, un equipo táctico fue enviado a arrestar a un líder escurridizo de MS-13 apodado Imposible. Con armas en mano y a la espera de una confrontación violenta, los agentes escalaron un muro exterior y entraron a una habitación donde se encontraban durmiendo las hermanas y la madre del líder.

Buscaron por toda la casa, pero no encontraron al Imposible; solo se encontraba su familia, temblorosa y confundida. El presunto líder pandillero estaba en la cárcel, según explicó su madre: la policía lo había arrestado cinco meses antes.

Exasperado, el detective del grupo dijo que había pasado ocho meses tratando de ubicar al hombre. Sin registros centralizados sobre los arrestos para poder consultar, el detective no se dio cuenta de que la policía ya lo había atrapado.

Sucesos como estos difícilmente refuercen la confianza de los ciudadanos salvadoreños en su propio sistema de justicia. El incidente dejó aterrada a la familia y en los vecindarios pobres que cargan con el peso de las agresiones policiacas, la línea entre los agentes buenos y malos puede ser muy delgada.

“Hay jóvenes que se meten a una pandilla porque las autoridades mataron a sus padres, mataron a su hermano, mataron a su tío, y ellos por rencor se hacen pandilleros”, dijo William Arnoldo Arias Mejías, un antiguo miembro de MS-13 que se convirtió en pastor en el distrito Italia, uno de los territorios más controlados por las pandillas en El Salvador. Arias Mejías calcula que en el barrio hay cerca de setecientos miembros de pandillas.

Es poco seguro entrar al vecindario sin el permiso de la facción local de MS-13. Mejías dice que es casi imposible imaginar que la policía pueda adoptar ahí una estrategia de seguridad menos dura, como el enfoque comunitario que llevó al asesinato de José Ayala.

El programa de vigilancia comunitaria, financiado por el Departamento de Estado en veinticinco distritos salvadoreños, tiene como propósito ser una alternativa a las tácticas más agresivas de Jaguares. Casi todos los policías salvadoreños han sido capacitados en materia de participación comunitaria, según el Departamento de Estado. Es una estrategia que se ha utilizado en ciudades estadounidenses con resultados dispares. Mejías dijo que no funcionaría en distritos como el suyo: ningún miembro de la comunidad se atrevería a hablar con la policía; sería una sentencia de muerte.

“Sí ha habido lugares donde ha funcionado, porque son lugares donde ha habido pocos pandilleros”, indicó. “No estaría mal, pero no funcionaría”.

‘Las pandillas se van a apoderar del país’

a unos 5000 kilómetros al norte de donde está la tumba de su padre, Alexander Ayala, de 28 años, duerme en un pequeño apartamento en las afueras de la ciudad de Nueva York.

Trabaja seis días a la semana como jardinero y les envía cien dólares al mes a su madre y otros cien a su esposa y a su hija, que siguen en El Salvador. Después de pagar la renta, los mil dólares restantes, aproximadamente, los destina al coyote que lo ayudó a llegar a la frontera suroeste de Estados Unidos en octubre.

Recuerda como si fuera ayer la mañana en que murieron su padre y sus hermanos. Escuchó los disparos. Douglas murió al instante, pero a Vladimir pudo mecerlo entre sus brazos y prometerle que cuidaría a su hijo. Recuerda haber arrastrado a su padre agonizante hasta la calle y haberles rogado a los vecinos que lo llevaran al hospital. Por temor a las represalias, nadie lo ayudó.

También recuerda lo que le prometió un miembro de la pandilla mientras le apuntaba con un arma.

“A mí me dijo que yo me iba a morir, pero no todavía”, dijo Alexander.

Escapó de El Salvador poco después de las ejecuciones. Había miembros de la MS-13 que lo perseguían: dijo que la primera vez que salió de su casa después de los asesinatos apenas pudo escapar de los disparos.

El trayecto a Estados Unidos, que le costó 11.500 dólares, implicaba la promesa de estar a salvo. Los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) lo atraparon poco después de que entrara al país. Después de pasar detenido un mes en Miami, ofreció su casa en El Salvador como pago de su fianza y fue liberado. Ahora está en proceso de solicitud de asilo, pero el gobierno de Trump ha dificultado aún más ese procedimiento para las víctimas de la violencia de pandillas.

La siguiente fecha de Ayala en la corte está programada para la primavera de 2019. Mientras tanto, vive con temor a los miembros neoyorquinos de MS-13, y le molesta mucho la retórica de Trump que describe a todos los jóvenes inmigrantes salvadoreños como pandilleros.

“Todo el que viene, viene huyendo de la delincuencia para poder sobrevivir”, dijo Alexander. “Es algo que la verdad no entiende el presidente”.

Al igual que más de 14.000 salvadoreños como él, solo le queda esperar. Mientras intenta conciliar los sentimientos contradictorios respecto de Estados Unidos. Sin el apoyo de ese país, dice, El Salvador se desmoronaría.

“Si la policía no lucha por eliminar la delincuencia que hay en el país y no recibe ayuda, las pandillas se van a apoderar del país más de lo que están haciendo”, dijo. “Más gente se vendría huyendo por la delincuencia, queriendo salvar su vida”.

Extraña a su esposa y a su hija, pero aseguró que irse de su casa era su única opción.

“Lo volvería a hacer si fuera necesario, por mantenerme a salvo y saber que mi familia está bien”.

Credito de imágenes Meridith Kohut para The New York Times. Gene Palumbo y Jorge Beltrán colaboraron con este reportaje.

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