Vida, condena y muerte de un cura seductor y de 17 monjas obsesionadas por el sexo

by Redacción

Poder, seducción, lujuria, demonios, exorcismos, muerte en la hoguera. Un arrasador huracán de locura e histeria que, hace 384 años, sacudió a la pequeña ciudad francesa de Loudun, trescientos kilómetros al suroeste de París, hasta el punto de convertirla en un horrendo espectáculo entre macabro y circense.

Los hechos sucedieron así…

En 1626 se fundó en ese apacible mundillo un convento de monjas ursulinas. No por azar: para reforzar al catolicismo contra los protestantes hugonotes, que eran mayoría.

En silencio y de noche, las diecisiete muchachas, que apenas superaban los 20 años, llegaron y se encerraron en sus celdas, entre gruesos muros, y guiadas por Jeanne de Belcier, que adoptó el nombre religioso de Sor Juana de los Ángeles…

Su origen: una familia de la baja nobleza de la provincia de Poitou.

De aspecto que inspiraba compasión –una enfermedad la dejó casi enana y encorvada–, poco tenía de humilde y devota: muy fuerte de carácter y de habilidad especial para las intrigas, fue ungida superiora del convento apenas a sus 27 años.

La vida, paredes afuera y paredes adentro de ese bastión presuntamente sagrado, transcurrió apacible… hasta la llegada de un cura: Urban Grandier, que estaba al frente de una parroquia desde 1617, y que desataría un escándalo tras otro…

Era elegante, culto, de bellas facciones y estampa, y dueño de una oratoria más seductora y poderosa que el canto de las sirenas que casi llevan a la perdición a Ulises. Y por cierto, con 27 años, su sangre bullía de deseo… rápida y muy lujosamente saciado con cuanta dama de buen ver –jóvenes, no tanto, casadas, viudas–, a las que primero encantaba con sus sermones y después, subrepticio y desnudo de sus hábitos, hechizaba en la cama. Porque –huelga decirlo– detestaba el voto de castidad…

Su atletismo sexual cruzó límites inimaginables. Por ejemplo, convirtió en su amante a una joven, Madeleine de Brou, y se «casó» con ella en una ceremonia clandestina en la que ofició de cura… y de novio.

Desde luego, algún escándalo estaba agazapado, y salió de su escondite. Grandier sedujo a la hija del fiscal de Loudun, Felipa Trincant, la embarazó, el padre urdió una boda de conveniencia –las costumbres aldeanas del siglo XV no eran un viva la Pepa–, pero juró vengarse.

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Y puesto que Grandier turbó su casa…, heredó el viento (Proverbios, 11:29).
Don Trincant y otros caballeros cornamentados por ese Casanova pueblerino se unieron a lo Fuenteovejuna (¡todos a una!) y lo arrastraron poco menos que en cadenas ante la justicia episcopal, acusado de conducta inmoral.

Sufrió breve cárcel, afrontó el juicio, pero ciertas influencias de las altas esferas religiosas lograron su absolución y su retorno a Loudun… ¡triunfante!

Mientras todo sucedía y sus ecos saltaban los muros del convento de las ursulinas, Sor Juana también quiso su cuota de sexo con Grandier: porque la fama no es puro cuento…

¿Cómo atraerlo? Porque su cuerpo, por desdicha, había sido martirizado por el Mal –explicación de esos tiempos–, reduciéndolo a una expresión que sólo inspiraba piedad.

Sor Juana, astuta, entró por el camino de la Fe. Le pidió que fuera su director de conciencia: un pasito hacia la zancada final… Pero el cura galante y objeto del deseo… dijo no. Sinceridad brutal, pero mal paso. Porque en su lugar, y como confesor, llegó el canónigo Mignon, mortal enemigo de Grandier… entre otros tantos.

Y en ese punto del Año del Señor de 1632, en la perdida aldea, como un manto negro que se tendiera sobre ella, en el convento afloraron extraños sucesos…

Las monjas, aterradas –o fingiéndose aterradas– dijeron que veían fantasmas «que entran por las ventanas o a través de las paredes», que se oía ruido de cadenas, y que «una bola negra cruza el refectorio, donde también hay un extraño hombre de espaldas».

Luego fueron presa de continuos temblores, se negaron a comulgar, las horrorizaba la vista de los símbolos religiosos, «y que la misma Sor Juana hace extraños movimientos, chilla como un cerdo, y sus dientes rechinan».

Mignon no vaciló: según su diagnóstico, estaban poseídas por demonios, y se imponía un exorcismo. Para ello hizo llamar a un especialista en el oficio de conjuros y ritos, que echó a vuelo varias sesiones. Algunas, dentro del convento y en privado, y otras ante un público que asistía a ellas lo mismo que a las ejecuciones de los condenados a muerte: una mezcla de estupor y de miedo colectivo que poco a poco envenenaba toda la aldea…

En una sesión, metiéndole el índice y el pulgar en la boca a Sor Juana, anunció que «logré expulsar de su cuerpo al demonio Asmodeo,», pero que tanto ella como las demás monjas estaban atrapadas por Zabulón, Isacaaron, Leviatán, Balam, Behemoth», y que por ese masivo ataque del Infierno era imprescindible seguir practicando exorcismos…

Fue peor. Los gritos y las convulsiones crecieron, y el sexo reprimido explotó contra toda barrera. Las monjas se desnudaron, intentaron seducir a los dos o tres exorcistas sumados a los rituales, contaban sueños eróticos, danzaban haciendo movimientos inequívocos: el acto sexual en muchas de sus posiciones…, lesbianismo incluido.

La psicología moderna no tendría dudas: un caso de histeria colectiva de raíz sexual, y con mucho a actuaciones fingidas.

Pero en Loudun y en esos años, la mejor explicación era Satanás…

Durante una de las sesiones, Sor Juana –despechada por el rechazo de Grandier–, lo culpó del maleficio: «Arrojó un ramo de rosas por sobre el muro del convento, y nos entregó a los demonios».

Los exorcismos fueron interrumpidos un año después, en marzo de 1633. Pero el conflicto no acabó allí. Grandier, rodeado de enemigos, era un blanco móvil. Un candidato a la hoguera.

Buscó ayuda. Se quejó ante su amigo, el arzobispo de Burdeos, y éste movió cielo y tierra para que fuera exculpado y volviera a su parroquia. ¡Salvado!

Pero fue el principio del fin. Llegó a Loudun Jean de Laubardemont, un juez enviado por el poderoso cardenal Richelieu (Armand Jean du Plessis, duque of Richelieu and Fronsac, 1585–1642), ministro del rey Luis XIII, con orden de arrasar el castillo de la ciudad e imponer la autoridad de la monarquía. Las autoridades locales se resistieron, y Grandier –error fatal– se unió a los rebeldes.

Fruto maduro para Laubardemont. Volvió a Loudun, arrestó al gran seductor, y reabrió el juicio acusándolo de hechicero.

Sor Juana le echó una de las últimas paladas para sepultarlo. Dijo que el contacto con el Diablo de Grandier estaba probado por las marcas que los siervos del Mal «tienen en la espalda, en las nalgas, en los testículos».

¿Cómo lo sabía?: misterios de la Historia, y de la histeria…

Para comprobarlo, llevaron un cirujano –un carnicero– a la cárcel, que clavó un estilete hasta el hueso en el cuerpo de Grandier.

Los alaridos inundaron la calle…

Por fin, en julio de 1634, un tribunal de doce jueces presidido por Laubardemont lo condenó a morir en la hoguera.

El 18 de agosto del mismo año lo obligaron a que confesara su culpa. Se negó: «Declaro solemnemente que nunca fui hechichero, ni cometí sacrilegio, ni conocí otra magia que la Biblia», dijo, aun sabiendo que sufriría tortura. Y así fue: le quebraron las piernas, le pusieron una camisa impregnada de azufre, lo llevaron a la plaza del mercado –ante una muchedumbre ansiosa por ver una ejecución: el sangriento circo de esos tiempos–, lo ataron a un poste, y le propusieron estrangularlo en lugar de quemarlo si confesaba sus pecados.

Volvió a negarse.

Las llamas empezaron a hacer su trabajo.

Sus últimas palabras: «Dios mío, tened piedad de mí. Dios, perdonadlos. Señor, ¡perdonad a mis enemigos!».

(Post scriptum. Su muerte no interrumpió las supuestas posesiones diabólicas de las monjas ni su signo sexual. Los exorcismos públicos siguieron, siempre ante esa nebulosa de la ignorancia. Sor Juana de los Ángeles tuvo premio a su ambición: en 1635 juró que el demonio Balam, antes de huir derrotado, le dejó escrito en su mano izquierda los nombres de Jesús, María, José y Francisco de Sales. Enfermó gravemente, pero se recuperó «gracias al óleo que San José derramó sobre mí, y quedó marcado en mi camisa». Esos estigmas le dieron fama en toda Francia. Durante una gira, en París, fue recibida por Richelieu y la reina Ana de Austria. En 1642 escribió una autobiografía. En 1665 murió de una hemiplejía. Tenía 63 años).

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