Por Walter Ego -Sputnik
«Estos versos los hice yo; otro se llevó los honores»
Virgilio
De tales misterios quizás el más sensible sea el concerniente a la autoría real del texto literario. Todo libro —valga la perogrullada— tiene un autor, pero no siempre su identidad coincide con el nombre impreso en la portada aunque la tradición así lo haya fijado. No me refiero, valga la aclaración, al uso de seudónimos por parte de muchos escritores. Es comprensible que los chilenos Gabriela Mistral y Pablo Neruda se procurasen nombres más eufónicos que los de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga y Neftalí Ricardo Reyes que aparecen en sus respectivas actas de nacimiento. O que el guatemalteco Enrique Gómez Tible —quien rubricara sus crónicas y novelas como Enrique Gómez Carrillo— trocase su apellido materno para conjurar el apodo de ‘Comestible’ que le zahirió en su adolescencia. Aludo más bien a esas extrañas ocasiones en las que el autor permanece en las sombras por las más diversas razones.
El más extravagante y reciente de tales casos es el del estadounidense Jeremías ‘Terminator’ Leroy, un escritor de aspecto andrógino, seropositivo y de apenas veinte años, convertido en autor de culto tras la publicación en 1999 de ‘Sarah’, la novela autobiográfica en la que refería con una marcada vocación por el realismo sucio los abusos que había sufrido en su adolescencia y el calvario de drogas y prostitución a que ello lo había conducido. No fue hasta el año 2005 que el mundo supo que ‘Sarah’ y las otras dos novelas firmadas por J.T. Leroy las había escrito realmente una mujer de 41 años llamada Laura Albert y que su cuñada Savannah Knop —tras grandes lentes negros y su evanescente sexualidad— era quien encarnaba al ‘escritor’ en sus escasas apariciones públicas.
En el juicio al que fue sometida por su impostura, Laura Albert confesó que se había inventado a Leroy porque pensaba que nadie iba a querer leer las desventuras de una mujer de cuarenta años con una historia de vida, por cierto, muy cercana a la de su ‘alter ego’. Pensó, y la vida y la literatura le dieron la razón, que en la voz confesional de un joven escritor esas desventuras cobraban mayor credibilidad. El argumento es cercano en su esencia al que muchísimos años antes había llevado a Miguel de Cervantes —también en aras de la credibilidad— a hacer pasar por real una ficción literaria e inventarse al historiador musulmán Cide Hamete Benengeli como el autor verdadero de ‘El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha’, un recurso creativo utilizado después recurrentemente por muchos otros escritores pero llevado hasta el absurdo de la personificación por Laura Albert.
A diferencia de Laura Albert, que prefirió la opacidad al fulgor del éxito, Alejandro Dumas conoció la gloria literaria gracias al trabajo en las sombras de un grupo numeroso de colaboradores —se dice que llegaron a ser sesenta y tres-, que lo ayudaban en la demandante tarea de escribir novelas por entregas para los folletines de la época. Entre aquellos ‘negros literarios’ —o ‘escritores fantasmas’, como se les llama ahora- destacaba Auguste Maquet, cuya participación en la escritura de ‘Los tres mosqueteros’, ‘Veinte años después’, ‘El vizconde de Bragelonne’ y ‘El conde de Montecristo’ rebasó con mucho la del simple cooperante. Suyas fueron la investigación histórica previa y la diligente faena de la escritura inicial, sobre la que Dumas desplegó luego su innegable talento para los diálogos y el arte de insuflarle pasión y suspense a pasajes desprovistos de ello.
Rebajar la labor de Dumas a la de un talentoso editor sería un crimen de lesa literatura; rebajar la de Maquet a la de ingenuo escribiente otro crimen y un error: desde que entró a trabajar en la ‘factoría Dumas’ Maquet sabía que su destino como escritor era el olvido, un olvido que no llegó a ser total porque un buen día decidió llevar a juicio a su jefe por cuestiones de dinero (inequitativo reparto de beneficios fue la acusación). No lo ganó, pero su figura cobró desde entonces un vigor inusitado y sembró para siempre la duda razonable acerca de qué mano pergeñó realmente todas esas tramas laberínticas y apasionantes que cortejan hasta hoy la imaginación del lector adolescente. Se cuenta que en cierta ocasión Dumas le preguntó a su hijo, también escritor, si había leído su última novela y éste le contestó con un dejo de ironía que habría satisfecho a Maquet: «yo sí, ¿y tú?»
De pareja duda autoral se nutren otros dos irresueltos misterios literarios. En el año 2012, el antropólogo franco-mexicano Christian Duverger dinamitó la creencia de siglos de que Bernal Díaz del Castillo era el autor de ‘Historia verdadera de la conquista de la Nueva España’. Le bastaron para ello la sospechosa buena memoria de un anciano de cerca de ochenta años para repasar hechos ocurridos casi cuatro décadas antes, la inexistencia de algún registro alterno que señale la presencia de Díaz del Castillo entre los soldados de Hernán Cortés —éste nunca lo menciona en sus ‘Cartas de Relación’ —, y la erudición de la que hace gala el cronista en algunos pasajes de su relato, impensable en quien se presenta como un soldado raso. Si bien otros autores ya habían adelantado un recelo similar ante el desconocimiento manifiesto de las lenguas indígenas por parte de Bernal Díaz del Castillo y su detallada versión al español de diálogos sostenidos en tales lenguas, Christian Duverger va más allá y propone que el hombre tras la pluma que escribió la ‘Historia verdadera de la conquista de la Nueva España’ no es otro que el propio Hernán Cortés.
Por los argumentos que utiliza, esta historia revive la también cuestionada paternidad de las obras de William Shakespeare, un actor de teatro de escasa instrucción al que justamente por ello algunos estudiosos le niegan la capacidad para haber escrito los memorables versos, tragedias y comedias que han hecho del dramaturgo inglés uno de los pilares de la literatura universal. Como en el caso de Díaz del Castillo, la negación del autor histórico llevó a buscar al creador escondido tras la máscara, un puesto para el que se han barajado desde el siglo XIX a la fecha, y con desigual fortuna, los nombres del dramaturgo Christopher Marlowe, el filósofo Francis Bacon, y el poeta Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, todos contemporáneos del ‘presunto’ autor de ‘Romeo y Julieta’ y en cuyas biografías, según apuntan los detectives literarios, existen similitudes con hechos descritos en las obras de Shakespeare.
Acaso nunca sepamos la verdad oculta tras estas u otras especulaciones similares. ¿Vivió Marco Polo las aventuras de sus viajes? ¿Escribió Corneille las obras de Molière? ¿Es una falsificación ‘El diario de Ana Frank’? Poco importa. La certidumbre es una y debe servir de consuelo: la literatura es pródiga en misterios que habitan más allá de las páginas de los libros.