«Lo que resta de la vida», un libro a leer durante la cuarentena. Segunda entrega

by Redacción

Además de la planta principal, adonde se ingresa apenas trepar un par de escalones en mármol y abrir la única puerta de hierro de doble hoja, la bóveda familiar de mi pueblo tiene dos subsuelos y, debajo de ellos, bien al fondo, un osario. El ambiente superior posee un altar y un techo que culmina abovedado en las alturas. Las paredes están pintadas de blanco, las baldosas del piso alternan blancos con negros y tiene solo un par de mínimas ventanas con vitrales de colores.

Debajo del altar descansan los restos de Lidya y de Emilio, mis bisabuelos.

A la derecha, mi abuelo Esteban.

A la izquierda, mi abuela Ángela y, debajo de ella, mi padre.

Encima del altar hay tres candelabros, un crucifijo y dos estatuillas enfrentadas de la misma virgen. Detrás, colgada de la pared, una imagen enmarcada de una virgen exactamente igual a la de las estatuillas, creo que se trata de la virgen de Luján por el manto celeste que la cubre, y, sobre una placa, la inscripción en mayúsculas del nombre de aquel francés al que se le ocurrió, un buen día del siglo XIX, emigrar junto a su hijo mayor a la Argentina: IGNACE CLAUDE JEANMAIRE 1812-1874.

Morir. Morir tiene sus costos. Eternos costos. Sobre todo si al bisabuelo de uno se le ocurre comprar una bóveda enorme en mil novecientos siete. Las tasas municipales y el mantenimiento, entre otros asuntos. Y aunque el único familiar directo de mi madre que descansa allí dentro sea mi padre, la que se encarga de pagar todo aquello que haya que pagar al respecto es ella.

Me refiero a Inés, mi madre.

Antes fue mi padre, ahora es ella.

Mi madre le hizo lavar las paredes exteriores, la hizo pintar de blanco por dentro, le ha hecho arreglar los vitrales que estaban rotos conservando las formas y los colores originales, la hace limpiar de vez en cuando y, todos los meses, paga rigurosamente las tasas municipales.

Paredes blancas y baldosas que alternan blancos con negros. La poca luz que ingresa a través de los vitrales de colores y al abrir la puerta de doble hoja. Algo de la vida. O algo del tiempo de los vivos en el encierro oscuro de los muertos dentro de la bóveda familiar de mi pueblo.

Puerta del cementerio de Baradero, con la bóveda familiar a la izquierda
Puerta del cementerio de Baradero, con la bóveda familiar a la izquierda

Inés, mi madre, va a cumplir ochenta y siete años. Y, por supuesto, desea que, el día del futuro que le toque, sus restos descansen ahí, bien cerca de los de mi padre. ¿Deberé ser yo o será mi hermano mayor el que se encargue del pago de las tasas municipales y del mantenimiento del edificio cuando llegue ese día?

Aunque todavía queda algo más, claro.

Algo impredecible y previo.

¿Efectivamente Inés morirá antes que mi hermano mayor o antes que yo como aseguran las estadísticas de las defunciones humanas en la Argentina?

No lo sé.

Y como no lo sé, decido lo más fácil: masticar desde algún entusiasmo otro bocado de la tarta de manzana.

Es cierto que hay un cerco de alambre entramado y algunas plantas alrededor de las mesas en el bar Strauss. Casi no se distinguen, desde su terraza, las lápidas del cementerio. Sin embargo, no creo que la intención de los diseñadores del sitio haya sido la de esconder la muerte. Después de desayunar, suelo caminar por sus senderos o sentarme a leer en alguno de sus bancos.

El cementerio es un bosque.

Tan bonito que muchos berlineses lo utilizan como paseo.

También yo.

El cerco y las plantas constituyen una normalidad dentro del contexto, una parte cualquiera más del bosque, nunca una trinchera que intente separar la vida de la muerte.

Separar la vida de la muerte. Una quimera. Un imposible que en mi pueblo, a diferencia del bosque berlinés, ha intentado materializarse.

Lejos del centro, el cementerio.

Bien lejos de la vida del pueblo, la muerte.

Los imposibles suelen darse con cierta facilidad en la Argentina. Es una de nuestras marcas identitarias. A unos cientos de metros del departamento en el que vive mi hijo, en Buenos Aires, se extiende el colosal cementerio de la Chacarita.

A veces vamos a caminar juntos por ahí.

No sé cómo es que hemos inventado esa costumbre. No lo sé o no lo recuerdo. Simplemente lo hacemos. Nos gusta. Uno de esos sábados, por lo general vamos los sábados desde hace un par de años, conversando, sin querer, descubrimos que a uno de sus lados, sobre la avenida Elcano, separado por paredones del cementerio central y del cementerio británico, se encuentra el cementerio alemán de Buenos Aires.

Las costumbres son parte de la vida. Mecánicas repeticiones. Tanto las buenas como las malas. Una de las buenas puede ser compartir los sábados o descubrir el mundo junto a un hijo. Aunque también la muerte sea una costumbre. Ni buena ni mala, inexorable. La más ordinaria de las costumbres animales.

Interior de la bóveda familiar
Interior de la bóveda familiar 

El cementerio alemán de la Chacarita es muy alemán. En el estricto sentido en que uno imagina lo alemán desde el sur de América. Impresiona. Aquel primer sábado de hace un par de años, el sábado de su descubrimiento, saludamos al señor encargado de la seguridad y entramos. Apenas ingresar, hacia la derecha, nos encontramos con el monumento a los caídos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Un monumento con características de diseño absolutamente guerreras: un cuadrado en mármol de un metro de altura y varios metros cuadrados de superficie repleto de placas recordatorias, tres escalones y, en granito negro, la base de un obelisco del que se desprende un águila con sus alas desplegadas.

La imagen es fuerte.

Asusta su oscuridad.

Enseguida detrás del monumento a los caídos durante las guerras mundiales del siglo pasado, se extiende un blanco paredón, de más de dos metros de altura, que separa el cementerio alemán del cementerio británico. Y mi hijo descubre, a algunos pasos de allí, una lápida que le llama la atención: corresponde a una pareja compuesta por un señor de apellido Wagner y una señora de apellido Nietzsche.

Nos reímos.

Y Juan le saca una foto con su teléfono mientras jugamos a imaginar en voz alta la difícil convivencia de semejante pareja.

De inmediato, se presenta ante nosotros el guardia de seguridad al que saludamos apenas entrar y nos advierte que está prohibido tomar fotos, que por favor no lo hagamos, que no lo comprometamos, que si queremos hacerlo le pidamos formalmente permiso, cualquier día hábil de la semana, a alguno de los miembros de la comisión administradora del cementerio.

El paredón que divide la muerte británica de la muerte alemana en Buenos Aires es blanco. Muy blanco. Resulta extraño y hasta inverosímil tanto blanco entre la muerte. Tanta luz. Tanta vida en medio de su ausencia.

La Alemania real da la impresión de no tener nada que ver con la Alemania que imaginamos desde el sur del mundo. Nada. Le pido un segundo café con leche a la camarera. El bar Strauss sigue repleto de gente que conversa, se ríe. No hay monumentos con águilas ni obeliscos en los alrededores y juro que no he visto a ningún guardia de seguridad en las inmediaciones.

No vi ninguno.

En todos estos días.

Quizá, la Alemania que imaginamos desde el sur del mundo, se me ocurre mientras espero que me traigan el café, se parece bastante más a la oscura Argentina de siempre, que a la amable Alemania en donde ahora mismo estoy desayunando.

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