Lo que resta de la vida, novela por entregas/4

by Redacción

El recuerdo está ligado al amor. Me parece. El recuerdo de una persona, de un lugar, de una mascota, de una tarde, de cualquier cosa. Aunque el recuerdo también puede amontonarse cerca del odio. Recordamos lo que amamos o lo que odiamos, quiero decir. Nunca recordamos aquello que no conocimos o que pasa por nuestras vidas sin dejarnos alguna huella.

Claro que ni el amor ni el odio son contagiosos. Los restos de Ángela, mi abuela, descansan encima de los restos de mi padre, contra la pared izquierda del piso superior de la bóveda familiar. Cuando vivía, le decían Angelita. Yo no. Ninguno de sus nietos la llamaba Angelita. Para nosotros era granmamá, una suerte de pomposo galicismo que sonaba cariñoso y cercano en medio de la chatura pampeana.

Granmamá se reía mucho.

Todo el tiempo.

Cuidaba de sus muchos gatos y nos hacía barriletes con cañas, papel y engrudo. Murió dos meses antes de que naciera Juan. Y aunque yo la amaba, no creo que pueda contagiarle ese amor a mi hijo. No lo creo. El recuerdo de ella seguramente morirá conmigo.

Granmamá nació Ángela Genoud. Conoció a mi abuelo en un baile de la primavera en el Tiro Federal de mi pueblo. Pero se negó durante años a convertirse en su novia. El argumento que esgrimía para su negativa refería a que su corazón era muy débil. Y despedía a su enamorado, siempre, con el consejo de que se buscara una chica más saludable que ella.

Año tras año, en cada baile, mi abuelo volvía a intentarlo sin éxito.

Recién a principios de mil novecientos veintiséis, cuando ambos ya tenían treinta años, la convenció y se casaron.

Los conocí mucho tiempo después, por supuesto. Cuando a pesar de las notables evidencias en contrario, granmamá todavía sostenía que su salud era muy precaria. Debido a eso, solo comía un pedazo de carne con papas hervidas. Todos los mediodías. Y una sopa de verduras o de arroz por las noches. Era la forma que había elegido para cuidarse de la supuesta debilidad de su corazón. Se quedó dormida, y ya no despertó, poco antes de cumplir los noventa y ocho años de edad.

No despertar más. Se me ocurre ahora mismo, mientras enciendo otro cigarrillo en Berlín, que no despertar más también puede constituir una definición bastante exacta de la muerte. Pasar en un instante de la luz a la oscuridad. De la luz a la nada final. Y quedarse ahí. Sin tiempo y, sobre todo, sin la voluntad de quedarse ahí.

Hace unos meses, buscando otra cosa, mi madre encontró en un armario, dentro de una caja repleta de papeles, un cuaderno con anotaciones que llevaba su padre. Rómulo era escultor, pero no vivía de eso, se ganaba la vida fabricando y vendiendo muñecos: soldados, pesebres, enanos. Las anotaciones tenían que ver con eso, con los precisos ingredientes para la preparación de las argamasas.

Me encantó leer esas páginas.

No lo conocí, Rómulo murió antes de que yo naciera.

Y esos escritos, de alguna forma, aunque no contaban graves episodios de su vida, al menos confirmaban que había existido y que había hecho lo que había podido para ganarse la vida bien cerca de su primitivo deseo de ser escultor.

A granmamá, en cambio, la conocí muy bien. Mis padres viajaban mucho y yo me quedaba en casa de mis abuelos. Aunque ella se cuidaba y no los comía, preparaba las tortillas y los gateaux de duraznos más deliciosos que haya comido jamás. Cuando murió, los únicos familiares directos que había dentro de la bóveda eran mi abuelo, muerto quince años antes y mi tía Lía, su hija mayor, una de las hermanas de mi padre y otro de mis grandes amores, que había muerto muy joven.

Ahora hay más, por supuesto.

Las familias suelen guardar objetos de sus antepasados. Reliquias. Copas de cristal, algún adorno, cubiertos de plata, cuadros, armarios. Yo, por ejemplo, tengo en mi habitación el ropero de tres cuerpos que fue de granmamá. Es enorme. Precioso. Aunque dice nada de ella para los que no la conocieron. Para mí sí que dice. En mis cumpleaños infantiles, ella me llevaba en secreto hasta su habitación, abría un cajón que ocupa la parte baja del cuerpo central, sacaba unas monedas o un billete y me los regalaba al tiempo que se reía y me exigía bajo juramento que no le contara una sola palabra al tacaño de mi abuelo acerca del regalo.

Jamás le conté nada a mi abuelo.

Aunque no sé.

Quizás habría preferido que en lugar del ropero me hubiera legado alguna página escrita. O al menos algún crucigrama, se la pasaba resolviendo los crucigramas que venían en los diarios. Alguna página que yo pudiese pasarle a mi hijo y que él, a su vez, les pasara a los suyos en el futuro. El ropero les va a decir muy poco sobre ella a mis nietos. Puede que incluso no les guste o no les resulte práctica su enormidad y decidan deshacerse de él. El crucigrama, estoy seguro, les diría algo de sus tardes en el campo, algo de su caligrafía, algo de su manera de combatir el inacabable aburrimiento pampeano.

Me levanto del banco. Vuelvo a caminar entre las lápidas alemanas. Sigo buscando en vano a alguno de los Strauss. Pero no los encuentro. Lo que encuentro, en cambio, es cierta anomia de la muerte. No conozco a ninguno de los que yacen dentro de este bosque encantador. Y entonces no puedo restituirles sus caras. Es lo contrario de lo que me sucede en el cementerio de mi pueblo. Cada vez que voy a darme una vuelta por allá, encuentro más muertos conocidos, incluso muchos muertos queridos que me empujan a recordar una anécdota o una mañana con ellos que no sabía que recordaba.

Estoy en un cementerio que no me pertenece.

Allá, en el que me pertenece, en mi pueblo y el día del porvenir que sea, ¿mis restos estarán más acompañados que en cualquier otro cementerio?

Los cementerios son espacios sin tiempo. Una suerte de ciudades paralelas. Sin movimiento, sin vida. Ciudades deshabitadas. Un escondite repleto de mujeres y de hombres que ya fueron. Sin embargo, intuyo que se inventaron con la ilusión de no dejar solos a cada uno de ellos en cualquier lado. De que se acompañen, los unos a los otros. Con la humana esperanza, quizá, de que no mueran tanto, los muertos.

Cruzo la calle, es hora de que abra la librería. Teresa viajó a Barcelona y me encargó que lo hiciera, varios alemanes que estudian castellano vendrán a buscar sus manuales.

Mañana vuelvo a Buenos Aires.

A mediodía, Carmen me llevará al aeropuerto.

Por suerte, todavía me queda una última mañana para desayunar en el Strauss. Una última mañana para encontrar una lápida que seguramente esté en otro cementerio.

Cuando era chico y Dios existía, creía que los muertos habitaban el cielo. Los muertos buenos, nunca los malos. Si todavía fuera aquel chico, mañana, ocupando el sitio que tengo asignado dentro del avión que me devolverá a Buenos Aires, pasaría un montón de horas mucho más cerca de los muertos que en los cementerios. Más cerca de los muertos buenos, claro.

Lástima que Dios también haya muerto.

Ahora solo me quedan los cementerios.

Esos lugares en donde se mezclan, sin ningún pudor, los restos de los buenos con los restos de los malos.

Abro Andenbuch, la librería de Teresa, y entrego los manuales de castellano. Los manuales junto con los cuadernillos de ejercicios. Son chicos y chicas muy jóvenes, los que vienen a buscarlos. Algunos se animan a probar su escaso castellano conmigo. Otros no, les da vergüenza y me lo expresan como pueden. Pero en todos ellos se adivina lo mismo: cierta conciencia de que la vida es algo que les queda por delante, algo que todavía está a punto de sucederles.

Aprender castellano en Berlín.

Una manera humana, como cualquier otra, de imaginarse vivo hasta la eternidad.

A principios de los años ochenta del siglo pasado, después de pasear por buena parte de Sudamérica, llegué a mi pueblo acompañado de Jolanda. Jolanda era holandesa. Un gran amor. Vivimos juntos durante varios años. Pero decía que llegamos a mi pueblo y, de inmediato, fuimos a visitar a granmamá. Estaba en la cama, algo enferma. Fui entonces hasta la cocina a prepararle un té mientras Jolanda se quedaba con ella en la habitación. Al rato, cuando volví con el té, estaban hablando en alemán. Sorprendido, le dije que no sabía que hablara alemán y mi abuela, sin parar de reírse, creo que hasta sin darse cuenta de lo que había hecho, me contó que sus padres, cuando discutían, lo hacían en alemán para que ellos, sus doce hijos, no entendieran los detalles de esas discusiones. Y que con el tiempo, claro, ella y sus hermanos algo habían llegado a entender de lo que decían.

Discutían mucho, mis padres.

Repitió entonces granmamá entre risas, siempre entre risas suaves, y ya no volvió a hablar en alemán nunca más en la vida.

El resto de la tarde se escurre muy rápido. Los estantes de la librería están repletos de libros y cuando no escribo aprovecho para entrar en unos cuantos mientras espero que pasen a buscarme Carmen y Bertram para ir a cenar.

Resto.

Acabo de releer las últimas líneas y descubro que, en esta oportunidad, escribí la palabra resto de manera involuntaria.

Resto como aquello que queda de la tarde antes de que muera en la noche. Y me gusta. También podría utilizarla luego de cenar las salchichas de despedida que vamos a cenar dentro de un rato. En este otro caso, resto vendría a cuenta de aquello que no alcancé o no pude o no quise comer.

Resto.

Lo que queda de cualquier todo. Una palabra imprecisa. Al mismo tiempo que exacta. Una palabra que me gusta.

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