Juan Pablo, hijo de Pablo Escobar Gaviria, el temible jefe del cartel de Medellín que en los años 80 y principios de los 90 tiñó de sangre a Colombia, sabe cómo es el mundo del narcotráfico por dentro y por fuera. Por ello está seguro de que la mejor forma de combatirlo es «declararle la paz a las drogas».
«El cuento norteamericano de declararle la guerra es un gran negocio que les trae muchos dólares a ellos, pero mucha sangre a los latinoamericanos», dijo escobar en una entrevista con el corresponsal de Efe (Agencia Española de Noticias) antes de presentar en Guatemala «Pablo Escobar In fraganti, lo que mi padre nunca me contó».
En este segundo libro sobre la vida de su progenitor, Juan Pablo narra la capacidad que tuvo su padre para «llegar a los más altos niveles de corrupción internacional» y para ello recuerda una frase que éste le dijo cuando estaba recluido en la cárcel Catedral: «Terminamos trabajando para quienes nos perseguían».
Es así como el escritor resume las alianzas con el poder para dejar fluir las drogas. Los operativos, las capturas, no afectan al narcotráfico, que sigue «campante, tranquilo», sólo son «paños de agua tibia» para un problema que debería ser abordado desde la óptica de la salud, porque desde la perspectiva militar es «un disparate».
El negocio sigue. Las drogas llegan y al mismo precio, y esto es una evidencia de la gran corrupción: «El narco es una gran mancha en el planeta que se muda antes de que llegue la autoridad. Van de la mano» ahora y antes, como cuando su padre enviaba 800 kilos de cocaína a la semana en vuelos comerciales a Estados Unidos gracias al apoyo de la DEA y la CIA en «la ruta del tren».
Juan Sebastián Marroquín -su nombre legal- o Juan Pablo Escobar aún recuerda el poco tiempo que tuvo para escoger una identidad antes de marchar de su Colombia natal. No fue fácil encontrar un apellido que no estuviera relacionado con el narcotráfico. Años después no huye de ninguno. Le digan cual le digan, él mira.
Es crítico con los actos de su padre -«no hay justificación alguna»- más valora sus enseñanzas: «Nunca me dijo sigue mis pasos. Siempre me decía, estudia, aprovecha las oportunidades que yo no tuve para mí. Tú puedes elegir, yo no pude».
Y eligió el camino de la paz, del perdón, que no del olvido, porque la memoria tiene que prevalecer «por encima de todo para que esa historias no se vuelvan a repetir». Hoy, 24 años después de que su padre falleciera, no se arrepiente de tomar esa decisión porque sino «estaría muerto».
«A pesar de los pesares hoy me siento más rico. No tengo el dinero, pero tengo la libertad, que vale oro. La fortuna de mi padre no alcanzó para comprar ni un minuto de tranquilidad ni para él ni para los suyos. No vale la pena», resume, y lamenta que su progenitor no pudiera ver crecer a sus hijos o conocer a su nieto.
Pero a su padre le pudo más la ambición. Si hubiera tenido más paciencia hubiera sido un gran empresario. Más no la tuvo y a los 44 años -regido por la doctrina de matar a cualquiera que se le atravesara «en el camino de sus ambiciones personales»- se le fue la vida. Se suicidó en un «gran acto de amor» por su familia.
Juan Pablo quiere contar lo que hay tras las bambalinas de los supuestos lujos. La realidad que él y su familia vivieron por pertenecer a uno de los mayores clanes del narcotráfico y no esos escenarios idílicos que muestran las producciones sobre el que fue uno de los hombres más ricos y más buscados del mundo.
«A mayor cantidad de poder de mi padre, más pobres vivíamos. Eso no lo muestra Netflix», proclama con vehemencia este crítico de las «narco-series», que no solo exhiben una realidad paralela y falsa, sino que también crean «una camada de jóvenes deseosos de ser narcotraficantes» al convertir la figura de su padre en «un icono más de la cultura del pop».
Juan Pablo recibe muchos mensajes de jóvenes de Kenia, Marruecos, Irán, Turquía o Palestina que buscan consejo. Quieren ser como su padre. Amenazan como él y se visten como él. Ese es el mensaje erróneo que transmiten esas producciones, pero hay que enseñarles que estas historias «no son dignas de ser repetidas. Mi padre así lo hizo conmigo».
Los tiempos han cambiado, algo. Pero los narcos siguen en Colombia y en el mundo. Juan Pablo reconoce que su país ha avanzando desde que ha entendido que se pueden combatir a las mafias «sin disparar un solo tiro». Antes la diferencia entre un policía y un mafioso era el uniforme.
No descarta escribir más cosas sobre su padre. Cada vez que investiga aparece algo nuevo, es «una caja de sorpresas» donde si rebuscas hay «más historias y más basura», pero habrá otros secretos que se llevará a la tumba: implican «mucha responsabilidad».