El pontificado de Francisco cumple cinco años y es tiempo de balances: todo el mundo los está haciendo y añadir algo que no se ha dicho y repetido parece difícil. Pero es posible hacer otra cosa.
Una imagen interesante del pontificado y de su estado de salud puede salir justamente del análisis de los balances que se están haciendo. Hay algunas cosas que saltan a los ojos, al menos para quienes observamos al papa Francisco con el desapego del no creyente que estudia los fenómenos religiosos.
Lo primero que llama la atención es que la luna de miel con el mundo de la que tanto disfrutó ha terminado. Nada extraño: era predecible. Porque siempre es así. Si algo sorprende es que haya durado tanto debido a que se trata del primer papa latinoamericano, cosa que justificaba grandes expectativas y generaba enorme curiosidad, y al contexto en el que fue elegido, el de un papa dimisionario en medio de una lacerante crisis de credibilidad de la Iglesia.
En este sentido, las duras críticas que recibió Francisco después del viaje a Chile y Perú, incluso de fuentes que siempre se habían abstenido de hacerlo, son una señal inequívoca: sus palabras y sus acciones ya pasan a través del saludable filtro de la crítica, igual que las palabras y las acciones de cualquier otro personaje público. Ya no goza de un fuero especial. No es raro ni dramático, más bien el regreso de todos con los pies en el suelo: Bergoglio podrá gustar o no, pero no será él que vaya a destruir o salvar a la humanidad.
El segundo aspecto que llama la atención es que la figura de Bergoglio se está volviendo más «local». Pasó de llegar a todo el mundo a limitarse cada vez más su alcance a los católicos. El impacto universal de sus palabras se ha reducido e incluso los ecos de sus encíclicas, tan fuerte en un primer momento, están menguando de a poco.
Me explico: Bergoglio, que parecía haber colocado a la Iglesia católica en el centro del debate sobre los grandes temas de nuestra época, aparece hoy absorbido por las vehementes disputas que atraviesan su Iglesia. Son disputas que merecen el mayor respeto, sin duda vitales para los católicos, pero irrelevantes para quienes no lo son, es decir, para la mayoría del mundo. Al papa Francisco se lo ve a menudo entre bastidores.
Hay dos razones que lo explican. A mí me importa la primera. Lo digo sin rodeos: tanto el diagnóstico como la terapia de Francisco sobre los grandes y complejos problemas de nuestro tiempo, de las migraciones a las guerras, del medio ambiente a la equidad, son inadecuados.
Siempre lo he dicho y sigo pensándolo. No porque sea un fanático de la globalización, la economía de mercado, el individualismo sin frenos: creo que estos fenómenos requieren como todos los procesos históricos una buena dosis de moderación, pragmatismo, reglamentación.
El punto es, y ahí está el quid de mi crítica, que la visión demoníaca que de ellos tiene Bergoglio aleja las soluciones, en lugar de acercarlas. Poco a poco, entonces, la voz del Papa sobre esos temas pierde relevancia, y su figura se convierte en estandarte de enconadas batallas ideológicas. Como tal, Francisco se convirtió en un personaje político más que en un jefe espiritual, en un factor de división, más que de comunión; lo peor que le pueda pasar a un Pontífice.
Divisivo, Francisco resulta aún más dentro de la Iglesia: esta es la segunda razón que explica el progresivo debilitamiento de su voz fuera de la Iglesia. Correctas o equivocadas, sus posiciones doctrinales, su Magisterio, dividen la Iglesia en muchos frentes.
Leer la prensa y seguir los blogs católicos resulta a veces asombroso: vuelan trapos, el clima está turbio, la tensión a las estrellas, la violencia a flor de piel. Los partidarios del Papa tienen ideas claras: quien se opone a su «Revolución» es un troglodita incapaz de comprender el mundo moderno; los oponentes del Papa lo acusan de destruir la Iglesia y reducir el catolicismo a una vaga forma de espiritualidad. Para algunos, incluso el Papa es un hereje. Increíble, pero cierto.
¿Quién tiene razón entre los católicos que adoran al Papa y los que lo aborrecen? No tengo idea: supongo que todos un poco; o a lo mejor nadie. Pero la relevancia de todo esto radica en el hecho de que odio y amor dividen profundamente a la Iglesia.
Puede ser que no haya renovación sin crisis; pero también podría ser, que de crisis en crisis se llegue a la decadencia. Y la Iglesia de Bergoglio recuerda a veces la que implosionó después del Concilio Vaticano II. Como entonces, las esquirlas de esta implosión caen en todas partes. Tienen efectos secundarios.
Envenenan el clima social, embrutecen el debate intelectual, transforman la normal dialéctica en guerra religiosa. Quien se atreve a expresar posiciones críticas hacia Bergoglio padece a menudo intolerancia, violencia verbal, insultos personales. No son críticas, como sería lógico y legítimo, sino agravios.
Yo recibí un sinfín de insultos en estos años. El último, hoy.
Quiero citarlo, no por defenderme, que no vale la pena, sino porque el ejemplo impone algunas preguntas. En un diario argentino, un hombre que se define «cristiano para el tercer milenio», me tilda de «mercenario de la letra y la palabra», dedicado a embarrar el Papa, «faro que ilumina el mundo»: una opinión moderada, un razonamiento sutil.
La gente que piensa como yo es el mal, no tiene dignidad, ha vendido el alma al diablo por dinero. Qué sabrá -me pregunto- ese señor de mi flaca cuenta bancaria. Aquellos como él, en cambio, son ejemplo de superioridad moral: son el bien y nos redimirán; de poder, nos castigarán.
En casos como este, no puedo evitar una sonrisa amarga: me imagino a ese buen cristiano montado sobre un rocín, la cruz y la espada en las manos, echando espuma por la boca, en busca de los infieles a quienes cortar la cabeza. Me da vergüenza. Pero vamos a las preguntas: ¿alguien se imagina tanto fanatismo en un debate sobre Pablo VI o Benedicto XVI? ¿Por qué esas formas enfermizas de adorar al Papa? ¿Por qué Francisco tiene tales admiradores? Creo que las repuestas a estas preguntas explican en gran parte el actual Pontificado.