El cartero llama mil veces

by Redacción

Por Gabriel García Márquez

Una visita al cementerio de las cartas perdidas

Cuál es el destino de la correspondencia que nunca puede ser entregada. Las cartas para el hombre invisible. Una oficina donde el disparate es enteramente natural. Las únicas personas con autorización legal para abrir la correspondencia

Alguien puso una carta que no llegó jamás a su destino ni regresó a su remitente. En el instante de escribirla, la dirección era correcta, el franqueo intachable y perfectamente legible el nombre del destinatario. Los funcionarios del correo la tramitaron con escrupulosa regularidad. No se perdió una sola conexión. El complejo mecanismo administrativo funcionó con absoluta precisión, lo mismo para esa carta, que no llegó nunca, que para el millar de cartas que fueron puestas el mismo día y llegaron oportunamente a su destino.

El cartero llamó varias veces, rectificó la dirección, hizo averiguaciones en el vecindario y obtuvo una respuesta: el destinatario había cambiado de casa. Le suministraron la nueva dirección, con datos precisos, y la carta pasó finalmente a la oficina de listas, en donde estuvo a disposición de su destinatario durante treinta días. Los millares de personas que diariamente van a las oficinas del correo a buscar una carta que no ha sido escrita jamás vieron allí la carta que sí había sido escrita y que nunca llegaría a su destino.
La carta fue devuelta a su remitente. Pero también el remitente había cambiado de dirección.Treinta días más estuvo su carta devuelta aguardándolo en la oficina de lista, mientras él se preguntaba por qué no había recibido respuesta. Finalmente ese mensaje sencillo, esos cuatro renglones que acaso no decían nada de particular o acaso eran decisivos en la vida de un hombre, fueron metidos dentro de un saco, con otro confuso millar de cartas anónimas, y enviadas a la pobre y polvorienta casa número 567, de la carrera octava. Ése es el cementerio de las cartas perdidas.

Detectivismo epistolar

Por esa casa de una sola planta, de techo bajo y paredes desconchadas donde parece que no viviera nadie, han pasado millones de cartas sin reclamar. Algunas de ellas han dado vueltas por todo el mundo y han regresado a su destino, en espera de un reclamante que acaso haya muerto esperándola. El cementerio de las cartas se parece al cementerio de los hombres.Tranquilo, silencioso, con largos y profundos corredores y oscuras galerías llenas de cartas apelotonadas. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el cementerio de los hombres, en el cementerio de las cartas transcurre mucho tiempo antes de que se pierda la esperanza. Seis funcionarios metódicos, escrupulosos, cubiertos por el óxido de la rutina, siguen haciendo lo posible por encontrar pistas que les permitan localizar a un destinatario desconocido.

Tres de esas seis personas son las únicas que en el país pue­den abrir una carta sin que se les procese por violación de la correspondencia. Pero aun ese recurso legal es inútil en la mayoría de los casos: el texto de la carta no denuncia ninguna pista. Y algo más extraño: de cada cien sobres franqueados y tramitados con la dirección errada, por lo menos dos no tienen nada por dentro. Son cartas sin cartas.

¿Dónde vive el hombre invisible?

El cambio de dirección del destinatario y del remitente, aunque parezca rebuscado, es el más sencillo y frecuente. Los encargados de la oficina de rezagos –así se llama oficialmente el cementerio de las cartas perdidas– han perdido la cuenta de las situaciones que pueden presentarse en el confuso laberinto de los mensajes extraviados. Del promedio de cien cartas rezagadas que se reciben todos los días por lo menos diez han sido bien franqueadas y tramitadas en consecuencia, pero los sobres están perfectamente en blanco. «Cartas para el hombre invisible», se las llama, y han sido introducidas en el buzón por alguien que ha tenido la ocurrencia de escribir una carta para alguien que no existe y que por consiguiente no vive en ninguna parte.

Cartas a Ufemia

«José . Bogotá», dice en el sobre una de las cartas perdidas . El sobre ha sido abierto y dentro de él ha sido hallada una carta de dos pliegos, manuscrita y firmada por «Diógenes». La única pista para encontrar al destinatario es su encabezamiento:

«Mi querido Enrique» .

Se cuentan por millares las cartas que han llegado a la oficina de rezagos y en cuyos sobres sólo ha sido escrito un nombre o un apellido. Millares de cartas para Alberto, para Isabel, para Gutiérrez y Medina y Francisco José. Es uno de los casos más corrientes.

En esa oficina donde el disparate es algo enteramente natural, hay una carta dentro de un sobre de luto, donde no ha sido escrito el nombre ni la dirección del destinatario, sino una frase en tinta violeta: «Se la mando en sobre negro para que llegue más ligero».

Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez

¡Quién es quién!

Estos despropósitos, multiplicados hasta el infinito, que basta rían para enloquecer a una persona normal, no han alterado el sistema nervioso de los seis funcionarios que durante ocho ho­ras al día hacen lo posible por encontrar a los destinatarios del millar de cartas extraviadas. Del leprocomio de Agua de Dios, especialmente por los días de la Navidad, llegan cientos de car­tas sin nombre. En todas se solicita un auxilio: «Para el señor que tiene una tiendecita en la calle 28­Sur, dos casas más allá de la carnicería», dice en su sobre. El cartero descubre que no sólo es imposible precisar la tienda a todo lo largo de una calle de 50 cuadras, sino que en todo el barrio no existe una carnicería. Sin embargo, de Agua de Dios llegó una carta a su destino, con los siguientes datos: «Para la señora que todas las mañanas va a misa de cinco y media a la Iglesia de Egipto». Insistiendo, haciendo averiguaciones, los empleados y mensajeros de la oficina de rezagos lograron identificar al anónimo destinatario.

A pesar de todo…

Las cartas que se declaran definitivamente muertas no constituyen la mayoría de las que diariamente llegan a la oficina de rezagos. Don Enrique Posada Ucrós, un hombre parsimonioso, de cabeza blanca, que después de cinco años de estar al frente de esa oficina ya no se sorprende ante nada, tiene los sentimientos agudizados en el fabuloso oficio de localizar pistas donde no existen en apariencia. Es un fanático del orden en una oficina que existe solamente en virtud del desorden abismal de los corresponsales del país . «Nadie va a leer las listas del correo», dice el jefe de la oficina de rezagos. Y quienes van a leerlas constituyen precisamente un escaso porcentaje de quienes realmente tienen una carta sin dirección. La oficina de listas de la administración de correos de Bogotá está constantemente llena de gente que espera recibir una carta. Sin embargo, en una lista de 170 cartas con la dirección errada, sólo seis fueron retiradas por sus destinatarios.

Homónimos

La ignorancia, el descuido, la negligencia y la falta de sentido de cooperación del público son las principales causas de que una carta no llegue a su destino. Es muy escaso el número de colombianos que cambian de dirección y hacen el correspondiente anuncio a la oficina de correos. Mientras esa situación se prolongue, serán inútiles los esfuerzos de los empleados de la oficina de rezagos, a donde hay una carta sin reclamar desde hace muchos años, y que está dirigida en la siguiente forma: «Para usted, que se la manda su novia». Y allí mismo, paquetes procedentes de todo el mundo, con periódicos, revistas, reproducciones de cuadros famosos, diplomas académicos y extraños objetos sin aplicación aparente. Dos habitaciones se encuentran atiborradas de esos rezagos procedentes de todo el mundo, cuyos destinatarios no han podido ser localizados. Allí se han visto paquetes para Alfonso López, Eduardo San­tos, Gustavo Rojas, Laureano Gómez, que no son los mismos ciudadanos que cualquiera se puede imaginar. Y entre ellos, un paquete de revistas y boletines filosóficos para el abogado y sociólogo costeño, doctor Luis Eduardo Nieto Artesa, actualmente en Barranquilla.

El cartero llama mil veces

No todos los paquetes que se encuentran en la oficina de rezagos tienen la dirección equivocada. Muchos de ellos han sido rechazados por sus destinatarios. Hombres y mujeres que hacen compras por correo y luego se arrepienten, se obstinan en no recibir el envío. Se niegan al mensajero. Son indiferentes a los llamados del señor Posada Ucrós, que localiza el teléfono del destinatario en el directorio, y le implora que reciba un paquete procedente de Alemania. El mensajero, acostumbrado a esta clase de incidentes, recurre a toda clase de artimañas para conseguir que el destinatario firme el correspondiente recibo y conserve el envío. En la mayoría de los casos resultan inútiles todos los esfuerzos. Y el paquete, que también en muchos casos no tiene remitente, pasa definitivamente al archivo de los objetos sin reclamar.

En este caso se encuentran también los artículos de prohibida importación que llegan a las aduanas, y los de admitida importación cuyos destinatarios no los reclaman porque los gravámenes son superiores al precio de la mercancía. En el último cuarto del cementerio de las cartas perdidas, hay nueve bultos remitidos por la aduana de Cúcuta. Nueve bultos que contienen toda clase de valiosos objetos, pero que llegaron sin documentos de remisión y que por consiguiente no existen legalmente. Mercancía que no se sabe de dónde viene ni para dónde va.

El mundo es ancho y ajeno

A veces falla el complejo mecanismo del correo mundial y a la oficina de rezagos de Bogotá llega una carta o un paquete que no debía recorrer sino 100 kilómetros, y ha recorrido 100.000. Del Japón llegan cartas con mucha frecuencia, especialmente desde cuando el primer grupo de soldados colombianos regresó de Corea. Muchas de ellas son cartas de amor, escritas en un español indescifrable, en donde se mezclan confusamente los caracteres japoneses con grabados latinos. «Cabo 1 .º La Habana», era la única dirección que traía una de esas cartas.

Hace apenas un mes, fue devuelta a París una carta que iba dirigida, con nombre y dirección perfectamente legibles, a un remoto pueblecito de los Alpes italianos.

 

1 de noviembre de 1954, El Espectador, Bogotá

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