Por Luciano Sáliche
Los artistas que sacuden épocas suelen tener vidas intensas. El caso de Oscar Wilde marca una especie de hito en la pendiente de los autores que, lejos de resguardarse en su obra y permanecer detrás de la cortina de la función para que sus libros hablen por él, dan cuenta de lo que también son: personajes.
Nacido bajo el nombre de Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde un 16 de octubre de 1854 en la ciudad irlandesa de Dublín (por aquel entonces pertenecía a Reino Unido), de este escritor sabemos muchísimo. Escribió cuentos, poemas, obras de teatro, ensayos y una sola novela, quizás su obra más recordada: El retrato de Dorian Gray, publicada en 1891. Se lo considera el dramaturgo más destacado del Londres victoriano tardío. También un ingenioso y agudo constructor de epigramas y aforismos. Pero, ¿qué hay de su vida? ¿Cómo se relaciona sus vicisitudes personales a lo largo de una vida calumniada por una sociedad conservadora con su obra literaria?
Wilde cultivó la inteligencia de pequeño. Sus padres eran unos destacados intelectuales dublineses, lo cual le permitió aprender a hablar con fluidez el francés y el alemán. Fue un estudioso del clasicismo y el esteticismo: filosofía y arte fueron sus grandes pasiones intelectuales. De esa forma, ¿cómo un muchacho tan inteligente, tan brillante y con una curiosidad sin igual podía encajar en las tradiciones que lo enconsertaban? Con la fama en su espalda —ya había publicado El retrato de Dorian Gray, había viajado a Estados Unidos y Canadá a dar conferencias, había obtenido un gran prestigio por La importancia de llamarse Ernesto que seguía en los escenarios—, Wilde se movía con la soltura de una gacela: vestía extravagante, polemizaba con todo el mundo, provocaba a los pacatos. Como todo personaje destacado, tenía sus detractores. Tipejos que amaban el orden, que se ofendían con todo aquello que reflejaba algo fuera de la serie. Entonces lo atacaron.
Por aquellos tiempos la homosexualidad era un tabú. Nadie se anima a salir del closet porque, claro, las represalias no sólo merecían cárcel, también el escarmiento de toda una sociedad.
Alfred Douglas era un joven escritor de la nobleza escocesa. Era amigo y amante de Oscar Wilde. Su padre lo sospechaba y le parecía una herejía. Entonces, sin más paciencia que la de un padre defraudado, le escribió una carta a Wilde, que estaba en ese momento en la cresta de la ola: lo trato de «aquel que presume de sodomita». Así comenzó todo. El contraataque fue una denuncia por calumnias. Llegaron los juicios y finalmente la cárcel, acusado de sodomía y de grave indecencia. Las repercusiones se desplegaron como un dominó y la intolerancia hacia los gays —no existía algo llamado comunidad gay— recrudecieron en Europa llevando a muchos artistas e intelectuales homosexuales al exilio.
Oscar Wilde estuvo dos años en la cárcel y ese fue el final de su personaje. Claro, su obra continuó y continúa siendo una de las más influyentes de la historia del Occidente moderno, pero ese encierro —no dejó de escribir: De profundis (1897) y La balada de la cárcel de Reading se concibieron tras las rejas— lo dejó abatido emocionalmente. Su familia desaprobó el incipiente romance, su esposa le prohibió ver a sus hijos (Wilde tenía dos niños). Adiós al estridente provocador, habrá pensado. Adiós a todo.
Al salir de la cárcel, se reencontró con Alfred Douglas en la ciudad francesa de Ruan y vivieron juntos, unos meses, en un pueblo italiano cerca de Nápoles. Finalmente, se separaron.
Poco se sabe de los últimos días de Wilde. Estuvo en París donde prefirió hacer una vida tranquila y silenciosa. Se cambió el nombre: se puso Sebastián Melmoth, por el personaje de la novela de Charles Maturin. También decidió convertirse al catolicismo; fue de la mano de un sacerdote irlandés de la Iglesia de San José. Si bien se dice que fue una meningitis lo que lo terminó matando (infección causada por una intoxicación) no está del todo claro. El rumor más fuerte es el siguiente: pidió champán en la habitación de un hotel y, ya muy enfermo, dijo: «Estoy muriendo por encima de mis posibilidades». Eso fue un 30 de noviembre de 1900, hace exactamente 117 años. Sus últimas palabras.
Tenía apenas 46 años.