1837, comienzo de la época victoriana. Tiempos de grandes -enormes- cambios sociales y también de fantasmas, muchos de ellos un torbellino de historias, de rituales y, en el centro de la escena, Charles Dickens como maestro de ceremonias, en un rol ambiguo -al menos- entre promotor del temor a través de sus historias y en un rol de «cazafantasmas», enarbolando la bandera del raciocinio; contradicciones de genio dirán, eso de colocarse en los extremos y hacerlo de maravillas.
¿Pero era Dickens en realidad un creyente fervoroso o un especulador que aprovechaba el tema del momento para ganar más popularidad -y dinero, claro- o navegaba entre ambas aguas? ¡Era un fanático del ocultismo o solo investigaba para conocer cuánto había de verdad y cuánto de engaño?
En la obra del autor nacido en Portsmouth, Inglaterra, el 7 de febrero de 1812, existen más de una veintena de historias de fantasmas, muchas dentro de novelas más grandes, como Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836-1837), Casa desolada (1852-1853) y Nicholas Nickleby (1838-1839), otras que tuvieron luz propia y que se convirtieron en clásicos, como El guardavía (1886), Para leer al anochecer (1852), La novia del ahorcado (1857), por nombrar algunos, aunque no se puede obviar Un cuento de Navidad (1843), que debe ser la historia dickensiana más adaptada a la pantalla, chica o grande, con alrededor de 20 versiones, que incluyen desde Disney y los Muppets a Bill Murray y Jim Carrey.
Pero Dickens no era solo un escritor subido a una moda, también participaba del London Ghost Club, una de las primeras organizaciones que investigaban lo paranormal y que subsiste hasta nuestros días.
Un niñez terrorífica
Para entender la obsesión de Dickens por los fantasmas se debe ahondar en sus primeros años, aquella etapa de mudanzas constantes y un padre ausente, quien hundido en deudas por despilfarro terminó en la cárcel, compartiendo celda con su familia, tal como lo permitía la ley.
El pequeño Charly, de vida itinerante, no recibió ningún tipo de educación hasta los nueve años y pasaba mucho tiempo con su niñera, Miss Mercy, quien al llevarlo a la cama le narraba historias de terror.
Los recuerdos de aquella etapa, dijo el autor, eran «responsables de la mayoría de los rincones oscuros» de su mente. John Forster, amigo y biógrafo, sostiene en La vida de Charles Dickens que uno de sus relatos favoritos era el Capitán Asesino, al que la señorita Mercy relataba «arañando el aire con ambas manos y profiriendo un gemido largo y bajo y hueco». De aquellas narraciones pesadillescas, Dickens escribe: «De modo que sufrí mucho en aquella ceremonia… que a veces solía decirle que creía que ya no era ‘lo suficientemente fuerte y lo suficientemente mayor para escuchar la historia otra vez’. Pero, ella nunca me perdonó ni una palabra… Su nombre era Mercy (bondad para perdonar a alguien, en inglés), aunque no tenía nada de eso sobre mí».
Ya escolarizado, su fascinación por el misterio aumentó y se convirtió en un ávido lector de la revista de horror The Terrific Register, aunque, aseguraba años después, aquellas historias lo hacían «insoportablemente miserable», debido a que se «asustaba muchísimo».
Fantasmas victorianos
Durante la época victoriana las historias sobre aparecidos y otras maldiciones tuvieron una transformación mediática, dejaron el espacio de la oralidad, el bedtime stories, para convertirse en un tema cotidiano. Los relatos aparecían en los periódicos, luego en libros, y en los escenarios del teatro, como en fotografías, y proliferaron los salones espiritistas, donde diferentes miembros de la sociedad, en general la clase más educada, se reunían para debatir, conocer y profundizar en las artes oscuras.
El viento azotando el follaje, ingresando por los resquicios, el crepitar de la chimenea, los pisos rechinantes. Todo aquello que era cotidiano podía ser material para el misterio, para paliar la pérdida de un ser querido o temer una venganza de alguien que no pudo alcanzar el más allá. Y Boooh.
Sin embargo, la soledad y sus ruidos no son suficientes para crear una industria fantasmagórica: a fin de cuentas, relatos hubo desde siempre, más allá y acá en el tiempo, y existen registros anteriores a esta era en el Reino Unido que así lo atestiguan.
En La historia de los fantasmas: 500 años buscando pruebas, de Roger Clarke, se explica cómo las descripciones de estos eventos fueron in crescendo y se dice que su surgimiento fue anterior a la llegada de Victoria al trono. Ya en 1553, cuando los ejércitos protestantes quemaron una mansión con una familia en su interior porque habían cobijado a María, la hija católica de Enrique VIII, las historias de almas en pena se hicieron carne luego de que extraños fenómenos comenzaron a suceder en el hogar reconstruido. Otro relato muy popular sucedió casi un siglo después, en 1642, días antes de la Navidad, cuando un grupo de pastores aseguró que vieron espectros de la guerra civil inglesa batallando en los cielos.
La semilla del misterio estaba en desarrollo y se necesitaron algunos cambios sociales para que su ramificación se produjera en todas las esferas de la sociedad británica. El principal, la revolución industrial, que generó una nueva clase media que se manifestó en mudanzas masivas desde las zonas rurales a diversos pueblos y ciudades.
Esas grandes casonas, además de nuevos propietarios, necesitaban también personal de servicio. Así, estos residentes se vieron habitando hogares que les eran ajenos, donde los sonidos dejaban volar la imaginación, iluminados por lámparas de gas, que -a su vez- dejaban rastros de monóxido de carbono en ambientes mal ventilados haciendo de las alucinaciones materia corriente. Además, las estructuras de muchas de estas casas estaban dispuestas de tal manera como para que la servidumbre no fuese vista, siquiera oída, con puertas que habilitaban pasillos internos que se desprendían como arterias, por lo que la presencia del personal de servicio era, y no figurativamente hablando, fantasmal.
Por otro lado, el aumento de la densidad poblacional requería de más y mejores medios para entretenerse. Uno de ellos fue el aumento de periódicos que salieron a la calle, publicaciones que, a su vez, también necesitaban más y mejores historias para ocupar una gran cantidad de páginas en blanco y estos relatos tenían características que las convertían en ideales: estaban ya arraigados, no necesitaban -en general- un gran desarrollo y había tanto interés por leerlas, como autores para escribirlas.
Y si alguien explotó esta carencia fue Charles Dickens. Cuando Un cuento de Navidadsalió a la calle, antes de la Navidad de 1843, el interés por lo fantasmagórico se sumaba a una reinvención de este fecha, que recuperaba los villancicos del pasado y sumaba a la celebración el arbolito, casi inexistente hasta entonces. También ese fue el mismo año en que se envió la primera tarjeta de Navidad producida de manera comercial. A Christmas carol, tal su nombre en inglés, fue un éxito que le valió a Dickens más reconocimiento a ambos lados del Atlántico y que marcó la pauta de cómo se festeja esta fecha en Occidente.
En The Ghost Story 1840-1920, el autor Andrew Smith, explica: «Los autores como Dickens querían revivir una noción de comunidad invertida en esa idea de Navidad. Lo interesante de su versión de Navidad es que no es particularmente cristiana, sino la familia ayudando a los pobres; un momento en el que puedes detenerte y reflexionar sobre tu vida». Y para eso, el personaje principal, Ebenezer Scrooge, abandona la mezquindad y la reemplaza por la generosidad, luego de la visita de tres fantasmas.
La pasión desbocada por los fantasmas llegó a tal extremo, que el mundo de la fotografía también se vio envuelto. Muchas personas anhelaban tener un encuentro con un ser del más allá y cuando la oralidad no es suficiente evidencia de una verdad, nada mejor que mostrar pruebas. Diferentes estudios fotográficos de la época generaron diversas técnicas de retocado para crear composiciones fantasmales.
Resulta necesario en términos históricos destacar que el movimiento espiritista ya tenía una fuerte raigambre en Estados Unidos antes de expandirse por la gran isla, siendo el caso de las hermanas Fox uno de los momentos bisagra.
Las neoyorkinas Leah, Margaret y Kate aseguraban ser médiums y generaron un sistema de comunicación avant garde. Lejos del folclore de la persona recibiendo imágenes o palabras de un ser determinado, utilizaron las nuevas tecnologías, o mejor dicho, su concepto. A través de golpeteos, como en el código morse que se implementaba en el telégrafo, generaban mensajes venidos del más allá, on demand. Las hermanitas fueron noticia, estudias por especialistas que no pudieron determinar si eran un fraude y disfrutaron las mieles de la popularidad.
El caso de las hermanas Fox conmocionó a la opinión pública, su fama atravesó mares, y eso permitió no solo un aumento del interés en los paranormal, sino también el surgimiento de pitonisas que llegaron del nuevo mundo para ganar un nuevo público en Europa. Así, Maria B. Hayden, una espiritista estadounidense, arribó a Londres en 1852, y a partir de sus presentaciones recibió elogios y críticas, pero nunca pasaba desapercibida.
Uno de sus grandes «enemigos» no fue otro que Dickens, quien en su periódico Household Words, publicó el 20 de noviembre el artículo The Ghosts of the Cock Lane Ghost en el que aseguraba que tenía un poder a medias, ya que «no podía adivinar ninguna pregunta sin mirar un alfabeto» o «que solo respondía a través de la técnica de los golpes» -tal como lo hacían las Fox-, y otros comentarios, con esa solemnidad burlona que socavaba la credibilidad de la estadounidense.
Para el final de la era victoriana, se calcula que el espiritismo tenía más de ocho millones de seguidores entre ambos países, siendo la mayoría de clase media y alta.
Dickens, el primer «cazafantasmas»
El mundo de los fantasmas era comidilla de debate, de pesadillas y de muchos charlatanes, no podía ser de otra manera. Así, no iba a tardar demasiado en crearse espacios solo para caballeros, para ahondar en el tema, siendo el London Ghost Club -fundado en 1862- el más importante de ellos. Si bien no existe documentación sobre sus miembros fundadores, todos los indicios marcan que el escritor estuvo entre ellos.
El objetivo de estos gentlemen era investigar los encuentros sobrenaturales, con la intención de exponer fraudes, cuando era posible. De acuerdo a John Forster, su biógrafo, el autor tenía una actitud por momentos contradictoria, si bien «tenía algo de anhelo» por los fantasmas, de no haber sido por «el fuerte poder de reentrenamiento de su sentido común», esa obsesión lo «habría hecho caer en las locuras del espiritismo».
Las sesiones de espiritismo eran moneda frecuente y Dickens disfrutaba de participar de lo que llamó «el negocio de los espíritus», con una mirada crítica y, a la vez humorística, o sea, el mismo tipo de abordaje que propone como escritor. Tras una sesión, escribió a un amigo en tono jocoso: «El vidente tenía una visión de tallos y hojas, ‘una gran especie de fruta, algo parecido a una piña’, y ‘una columna nebulosa, algo similar a la vía láctea’, que solo puede ser justificado por los espíritus, y de la cual nada salvo una soda, o el tiempo, podría haberlo ayudado a recuperarse».
Este tipo de encuentros, en la que un médium proporcionaba información algo vaga, no solo las encontraba cómicas sino que también las consideraba «menos escalofriantes que una historia de fantasmas». Aunque, como le dijo a un colega, tampoco se sentía cómodo en una posición de un iluminado en tiempos oscuros: «No suponga que soy tan audaz y arrogante como para resolver lo que puede y lo que no puede ser, después de la muerte».
Dickens, por otro lado, si creía en que muchos de estos sucesos paranormales podían tener explicaciones psicológicas y que el camino para descubrirlas era el mesmerismo, una doctrina también conocida como del «magnetismo animal», previa al hipnotismo, que sostenía que las personas tenían la capacidad para curar a su prójimo a través de energía.
Uno de sus casos más conocidos, en el que utilizó sus «poderes magnéticos», fue el de su amiga Augusta de la Rue, quien veía espectros y para él era a causa de que estaba «enferma de los nervios». Esta forma de entender el fenómeno puede leerse en su obra, en el que los «espíritus psicológicos» solo tenían espacio en personalidades susceptibles, como sucede en El guardavía y Manuscrito de un loco.
En una carta a su colega William Howitt, escribió: «Mi propia mente es perfectamente desprejuiciada e impresionable sobre el tema. No pretendo en lo más mínimo que tales cosas no lo sean. Pero… todavía no me he encontrado con ninguna Historia de Fantasmas que me haya sido demostrada, o que no tenga la peculiaridad notable en ella, de que la alteración de alguna leve circunstancia la pondría dentro del rango de las probabilidades naturales comunes».
Relato de un plagio fantasmal
En 1861, Dickens publicó la pieza Four Ghost Stories en su revista All the Year Round. Uno de los relatos trataba sobre una mujer, hermosa ella, que le pedía a un pintor si podía recordar su rostro con solo mirarlo para recrearlo de memoria meses más tarde. Él respondió que era posible, pero que con una mayor cantidad de encuentros el cuadro saldría mucho mejor. Ella respondió que no, a fin de cuentas estaba muerta y el retrato era necesario para consolar a su padre.
La historia, lejos de ser su mejor relato fantasmagórico, sí estuvo envuelto en la controversia cuando el escritor y pintor Thomas Heaphy lo acusó de haber utilizado sus influencias para robarle la historia. Plagio, dijo. Dickens habría aprovechado su peso editorial para conseguir su manuscrito que ya estaba listo en la imprenta para imprimirlo en su revista.
Heaphy sostuvo que había escrito una historia idéntica, que ya estaba preparada para ser publicada durante el número navideño de una revista que competía con la de Dickens. Y para darle más credibilidad, aseguraba en una carta a Dickens, que los eventos eran reales y le habían pasado a él, ¡también el 13 de septiembre como en el cuento!
Dickens se defendió alegando su inocencia de cualquier tipo de plagio «deliberado o psíquico» y todo el episodio pareció «muy original, muy extraordinario, mucho más allá de la versión que he publicado» e incluso dijo que «todas las demás historias se ponen pálidas ante ésta».
El cuento de Heaphy terminó publicándose años después, con el intercambio epistolar con Dickens como extra, pero pasó desapercibido para el público.
Dickens falleció el 9 de junio de 1870. Centros espiritistas del Reino Unido y EEUU le rindieron homenaje y algunos, aseguran, lograron comunicarse con él, quien a través de golpeteos -como las hermanas Fox- les habría dictado los capítulos finales de su último libro, inacabado en vida, El misterio de Edwin Drood.