Esta era funcional y estratigráficamente bien diferenciada del Holoceno, se caracteriza por una huella inequívoca de la actividad humana en el Planeta, al que estamos sometiendo no sólo a un rápido cambio climático, sino a toda una serie de cambios ambientales de gran escala. Hemos transformado todos los grandes ciclos biogeoquímicos, empezando por el agua y acabando por el nitrógeno y el fósforo. Hemos logrado que haya fragmentos de plástico en las arenas de todas las playas del mundo y que se acumulen formando gigantescas islas flotantes en los océanos. Somos los causantes de más de un tercio de los terremotos y temblores del planeta. Hemos afectado al ángulo de inclinación del eje de rotación de la Tierra. Somos ya el primer agente geomorfológico del planeta, moviendo más tierra y sedimentos que ningún proceso natural. Bienvenidos, pues, al Antropoceno, una peculiar era geológica que comienza oficialmente en 1950. En ese momento dejamos una señal inconfundible y global con los residuos radiactivos del plutonio, tras los numerosos ensayos con bombas atómicas.
A nadie moderadamente informado se le escapa hoy en día la señal humana en muchos de los cambios que se registran en la Tierra. Ante la evidencia de nuestros impactos cabe preguntarse qué mundo nos tocará vivir. Tenemos aquí varias opciones. Mientras algunos políticos o sectores de la sociedad se aferran en negar la evidencia, podemos revisar los escenarios que baraja la ciencia o bien lanzarnos a los brazos de las predicciones. La inmensa mayoría de científicos hablan de escenarios y proyecciones, mientras que los pseudocientíficos, líderes espirituales y personas más amigas del sentimiento que del dato hablan de predicciones, las cuales abundan en la catástrofe siguiendo la tradición de Nostradamus. Los escenarios surgen de las distintas alternativas que la compleja y voluble sociedad humana puede tomar (emitir más o menos CO2, por ejemplo). Cierto que las proyecciones, es decir, las estimas numéricas para el futuro a partir de las condiciones pasadas y presentes, no nos traen panoramas halagüeños: el mundo se calienta, se contamina y se complica mucho más rápidamente de lo que hubiéramos pensado hace pocos años.
Ya hemos perdido casi 100 veces más especies cada año de lo que habríamos perdido por causas naturales y esto no se compensa con la tasa de reposición que se mantiene imperturbable. Nos acercamos con rapidez a la sexta gran extinción. Los recursos no renovables como combustibles fósiles y minerales se están agotando a un ritmo equivalente al que agotamos las pesquerías. En poco tiempo, apenas unas décadas, el planeta tendrá en regiones subtropicales donde actualmente viven millones de personas zonas tan cálidas como el más cálido de los desiertos. Ya hemos visto el récord de temperatura (53,5 oC, conviene recordar que muchas proteínas se desnaturalizan al pasar de los 50 oC) alcanzado en mayo de 2017 en la ciudad paquistaní de Turbat, y que los aviones no podían volar en un aire tan poco denso cuando el termómetro alcanzó los 47,8 oC en Phoenix (Arizona). Ya estamos viendo cambios importantes en la composición de las comunidades naturales de plantas y animales, y estos cambios, y sus impactos en los bienes y servicios que nos aportan se agudizarán en poco tiempo.
Pero todo esto no representa el colapso del planeta, aunque algunos ecosistemas concretos como los arrecifes de coral, algunos bosques semiáridos y muchas formaciones boreales, sí que muy probablemente colapsarán. Ese mundo nuevo tendrá más personas, y con una huella ambiental per cápita mayor a la que tenemos en promedio actualmente. A ese mundo le faltarán especies y funciones, pero funcionará. El agua será mucho más valiosa y escasa de lo que es hoy. Será impensable y hasta grotesco pensar en darse una ducha, y mucho más aún empujar nuestros excrementos con agua potable como se hace ahora en los países desarrollados. Los bosques habrán migrado algunos cientos de metros ladera arriba, bastantes kilómetros hacia los polos, y, al igual que los mares, cuyas orillas serán varios centímetros más altas, tendrán menos especies.
Muchos de esos cambios los sufrirán emocionalmente las personas que vieron, que vimos, otro mundo, pero para las nuevas generaciones ese será su mundo. En algunas cosas peor, en otras mejor, pero sin duda diferente. Por ello no ganamos nada con mensajes apocalípticos, pero tampoco vamos por buen camino si no admitimos la profundidad de los cambios y nos esforzamos por igualar el desafío con un cambio extenso en nuestra organización social, en nuestros planteamientos geopolíticos y en nuestra huella ambiental. Seguir la trayectoria en la que vamos es algo muy improbable. Termodinámicamente es insostenible el mal llamado “desarrollo sostenible.” Pero también lo es desde el punto de vista social y económico. El informe Stern ya nos avisó en 2006 del gran coste que tiene no hacer nada ante el cambio climático, así que muchos países simplemente no podrán permitírselo. Es incierta la efectividad de los grandes acuerdos sobre el clima, pero mientras se acuerdan esos acuerdos, millones de personas, más de la mitad de la población humana, emigra en busca de regiones más habitables. Ni Nueva Zelanda dio la bienvenida a los habitantes de Tuvalu cuando pidieron asilo al ser engullidos por la subida del nivel del mar, ni la vieja y decadente Europa acoge a los africanos que ya no pueden vivir en sus regiones de origen, transformadas por los impactos de un cambio global en el que un clima cada vez más adverso amplifica las tensiones bélicas y las injusticias de los nuevos mercados. No podemos esperar altruismo ni generosidad, pero sabemos que los muros caen si los empuja un número suficiente de personas. La duda sólo radica en si nos anticiparemos a estos cambios y planificaremos de alguna forma los impactos o si actuaremos de la manera habitual en la historia del Homo sapiens: esperar al desenlace y entonces actuar.
Las nuevas generaciones cuentan con herramientas muy potentes para tomar decisiones globales con gran rapidez. Los políticos serán incapaces de hacer frente a este inmenso desafío. Los grandes grupos empresariales, y por tanto las bases de nuestra economía actual, tienen la mirada puesta en escenarios a muchos años vista, donde niveles elevados de emisión de gases con efecto invernadero simplemente no son una opción. Estos grandes grupos ignoran soberanamente las acciones ramplonas y cortoplacistas de nuestros gobernantes. Solo falta que la sociedad aprenda esta lección de las grandes empresas, y que mientras aparece algún político realmente capaz (o mientras cambiamos las reglas para buscarlos y designarlos) seamos cada uno de los ciudadanos del planeta los que actuemos con la vista puesta en un futuro que se siente cerca y que los científicos describen con bastante precisión.
¿Nos limitaremos a alterar el medio ambiente planetario y sufrir las consecuencias o usaremos el conocimiento para atenuar nuestro impacto y tomar realmente las riendas de nuestro propio bienestar? Esta es la pregunta del Antropoceno. Cuanto antes nos la planteemos, más posibilidades tendremos de acomodar a la humanidad en este nuevo planeta que, a pesar de todo, seguirá siendo la Tierra.