Por Lucas Proto -El Confidencial, España-
“Buenas noches, señor presidente. Bienvenido al Centro de Confinamiento del Terrorismo, pieza clave para la guerra contra las pandillas”. Con estas palabras es recibido Nayib Bukele, mandatario de El Salvador, en un vídeo para promocionar la nueva prisión. Durante los 30 minutos de grabación, Bukele recorre el masivo recinto, equivalente a siete estadios de fútbol, saluda a guardias armados hasta los dientes y visita celdas de aislamiento totalmente a oscuras en las que la única cama es el duro hormigón. “Esto es de primer mundo”, sentencia en un momento dado Osiris Luna, el director general de Centros Penales.
La cárcel, según el Ejecutivo salvadoreño, puede albergar a 40.000 reos, lo que la convertiría en la más grande del mundo. Supone, por sí sola, una mayor capacidad carcelaria que la de los otros 20 centros penales del país (30.000 presos en total). Un megaproyecto construido en tiempo récord para cumplir con la obsesión del Gobierno de Bukele desde que declaró el estado de excepción en marzo del año pasado: arrestar a todo individuo perteneciente al crimen organizado y a sus colaboradores.
A día de hoy, resulta evidente que la estrategia de Bukele ha dado sus frutos. Las maras, las pandillas criminales que asolaron a la población del Triángulo Norte centroamericano durante las tres últimas décadas y que convirtieron a El Salvador en la nación con más homicidios per cápita del mundo, han sido desarticuladas en el país. Una transformación cuya importancia para los salvadoreños y para la región resulta imposible de sobreestimar.
La campaña de detenciones masivas del Gobierno salvadoreño ha puesto a 60.000 personas tras las rejas, un 1% de toda la población salvadoreña. El país cuenta a día de hoy con la mayor tasa de encarcelamientos del mundo (1.536 por cada 100.000 habitantes, según cifras oficiales) y, al mismo tiempo, ha reducido drásticamente la tasa de asesinatos. En 2022, esta se situó en ocho por cada 100.000 habitantes; en 2015, fue de 105, una cifra 13 veces mayor. Los pandilleros que no están detenidos se encuentran ahora mismo en desbandada, incapaces de recibir órdenes de unas estructuras criminales descabezadas y con una presencia menor —o incluso inexistente— en barrios que antaño estuvieron bajo el control absoluto de las maras.
El estado de excepción, declarado el 27 de marzo de 2022 tras una ola de 87 asesinatos en tan solo dos días y renovado una y otra vez durante 10 meses seguidos, elimina el derecho a la defensa jurídica y a ser informado de los motivos de una detención, entre otras libertades y garantías básicas. En esencia, otorga a las fuerzas de seguridad la capacidad de arrestar y presentar cargos a discreción. Hartos de los asesinatos, violaciones y extorsiones constantes de las pandillas, la amplia mayoría de los salvadoreños han aplaudido la represión. La popularidad de Bukele se mantiene por encima del 80%, la más alta para un presidente de la región latinoamericana.
“Paz sin justicia”
Sin embargo, el actuar del aparato de seguridad salvadoreño ha desatado las alarmas de los organismos internacionales. Un informe elaborado el pasado mes de diciembre por Human Rights Watch (HRW) y Cristosal concluyó que se habían cometido constantes violaciones de derechos humanos durante la campaña de arrestos, entre los que se incluyen detenciones arbitrarias masivas, torturas, muertes bajo custodia y procesos penales abusivos.
En un contexto en el que policía y ejército pueden detener a cualquier civil y no notificar el sitio donde está localizado, cientos de familiares se agolpan día tras día en las puertas de centros penales, desesperados por saber qué ha ocurrido con sus seres queridos. En algunos casos, estas personas llevan meses sin saber absolutamente nada de sus allegados. La amplia mayoría de los arrestados no han recibido cargos de pertenencia a una “organización terrorista”, como el Gobierno de El Salvador se refiere a las pandillas, sino de “agrupaciones ilícitas”. “Esta terminología es excesivamente amplia y permite criminalizar a un conjunto de personas que no tienen nada que ver con las atrocidades que cometen los pandilleros”, indica Juan Pappier, subdirector en funciones para las Américas de HRW, en entrevista con El Confidencial.
Medios salvadoreños y organizaciones internacionales aseguran que miles de inocentes han permanecido detenidos en prisiones hacinadas, a menudo quintuplicando la población que estaban capacitadas para albergar. A finales de octubre del año pasado, el Gobierno de El Salvador reconoció el fallecimiento de 90 prisioneros bajo custodia desde el inicio del régimen de excepción en circunstancias que, en muchos casos, no han sido esclarecidas. “¿Te gusta la paz sin justicia? Porque eso es lo que hay ahorita en El Salvador: paz sin justicia”, declaró recientemente Óscar Martínez, jefe de redacción del medio digital salvadoreño El Faro, en entrevista con la BBC.
Pero en las calles de El Salvador, donde por primera vez millones de personas pueden caminar sin miedo, estas palabras no encuentran hoy en día mucha resonancia. En un país en el que el ciudadano promedio tiene menos de 28 años de edad, no existen simpatías hacia unos pandilleros que llevan aterrorizando sus vidas desde que la mayoría tiene memoria. Los arrestos arbitrarios son desestimados, al igual que hace el Gobierno, como casos aislados o inexistentes. La justificación del “algo habrán hecho” se impone a las súplicas de los familiares, y las advertencias de ONG y periodistas se interpretan como argumentos en defensa de los criminales.
Más allá de las injusticias, muchos advierten que los resultados inmediatos del régimen de excepción esconden la marea de problemas que pueden verse detonados por esta ola sin precedentes de arrestos y represión. “Lo que demuestra la historia del Salvador es que estas políticas de mano dura a veces dan resultados a corto plazo, pero, en realidad, están generando un caldo de cultivo para que los grupos criminales se reciclen, recluten a más personas y, a la larga, se fortalezcan”, argumenta Pappier.
Las pandillas, como el resto de organizaciones de crimen organizado, no funcionan en el vacío. Se aprovechan de sociedades frágiles, corruptas y carentes de oportunidades de crecimiento económico. Estos factores estructurales continúan en pie y, en la situación actual, corren el riesgo de agravarse. “Si esto sigue así, miles de personas inocentes que son, quizá, los únicos proveedores de ingresos de sus familias, van a permanecer encerradas por décadas”, lamenta el investigador de HRW. “Y lo que haces es crear el contexto perfecto para que estas personas en situación de vulnerabilidad extrema sean reclutadas por grupos de crimen organizado. Quizá ya no sean la Mara Salvatrucha o el Barrio 18, pero habrá otros”, agrega.
Un modelo a exportar
El origen de las maras es el de un viaje de ida y retorno. Miles de centroamericanos que se vieron obligados a huir de las brutales guerras civiles salvadoreña (1980-1992) y guatemalteca (1960-1996) acabaron instalados en California, sobre todo en la ciudad de Los Ángeles. Alimentándose de estas oleadas de inmigrantes sin recursos, la ya existente Mara Barrio 18 (M-18) y la recién creada Mara Salvatrucha (MS-13) se convirtieron en poderosas organizaciones criminales que pronto se dieron a conocer por su violencia extrema y los tatuajes de sus integrantes, destinados a marcarlos de por vida como miembros.
El fin de las guerras civiles y el endurecimiento de la política migratoria estadounidense causaron el retorno de miles de mareros a sus países de origen durante la década de los 90. Allí, los deportados y retornados empezaron a replicar las estructuras criminales que habían visto prosperar en Estados Unidos. En el caso de El Salvador, las maras fagocitaron con rapidez al resto de pandillas locales, convirtiéndolas en sus clicas, células a cargo de un territorio concreto. Estas organizaciones se fortalecieron década tras década, disparando el número de homicidios en el país y convirtiéndose en el principal problema de los sucesivos gobiernos salvadoreños, que en múltiples ocasiones negociaron con los líderes de las pandillas para intentar contener la violencia que devoraba al país.
El propio Bukele ha sido señalado de haber negociado con las maras, tanto en su etapa como alcalde de la capital (2015-2018) como desde la presidencia. Múltiples investigaciones de El Faro han revelado que el Ejecutivo salvadoreño ofreció en 2020 múltiples beneficios para los pandilleros encarcelados a cambio de mantener bajos los índices de homicidios en todo el país. Tanto el presidente como sus partidarios rechazan estos hallazgos, tildándolos de invenciones para desprestigiar su Gobierno.
En 2021, el Parlamento de El Salvador, controlado por el partido de Bukele, destituyó a varios jueces de la Corte Suprema y al fiscal general que estaba llevando a cabo una investigación sobre estas negociaciones. Osiris Luna, el director de Centros Penales que enseña la nueva megacárcel al presidente en el vídeo difundido por el Gobierno, era el principal señalado en estas indagatorias. Desde entonces, la independencia judicial de El Salvador se ha visto seriamente dañada, con reemplazos a dedo en los principales tribunales y leyes diseñadas para dar más poder a esos jueces y a la nueva Fiscalía.
«Corremos el riesgo de que otros gobernantes de la región se sientan tentados de buscar la misma solución al problema»
El éxito salvadoreño del desmantelamiento de las pandillas es innegable, igual que el hecho de que han venido de la mano de una centralización casi absoluta del poder salvadoreño en manos de Bukele y del sacrificio del Estado de derecho. La mayoría de los ciudadanos del país aceptan este pacto y respalda a su presidente, algo que no ha pasado desapercibido para el resto de dirigentes de la región que afrontan sus propias crisis de crimen organizado. “Corremos el riesgo de que otros gobernantes de la región se sientan tentados de buscar la misma solución al problema”, expone Pappier.
Esto ya ha comenzado a suceder. La presidenta de Honduras, Xiomara Castro, también decretó el pasado mes de diciembre el estado de excepción para facilitar la lucha contra las maras; Jamaica hizo lo mismo con el objetivo de combatir un repunte de violencia a manos de las organizaciones criminales; Ecuador declaró cuatro regímenes de excepción durante 2022, militarizando centros penitenciarios y zonas con alta tasas de homicidios. La última semana, el Gobierno de El Salvador ofreció a Haití, el país más pobre de Latinoamérica y devastado por las pandillas, ayuda para implementar su mismo plan de control territorial.
En una región que lleva décadas batallando para implementar una respuesta adecuada al crimen organizado, el modelo de Bukele resulta cada vez más atractivo. Especialmente cuando estas políticas de seguridad cuentan con financiación internacional como la del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), una entidad con base en Honduras y uno de cuyos miembros es la propia España. El fin de las maras en El Salvador podría marcar el inicio de la era de la militarización y las megaprisiones en Latinoamérica y el Caribe.