Está bien dejarse llevar, siempre que pueda recuperarse.
Mick Jagger
“Animate a salir de tu zona de confort”, decía un anuncio de Instagram que promocionaba excursiones de trekking, actividad que me gusta y a la que me dedico cuando puedo. Dicen que no existe la mala publicidad, que tanto la buena como la mala son publicidad al fin. Pero el anuncio me molestó, por dos razones. Primero porque su presencia indica que el maldito algoritmo me tiene sacada la ficha. Y segundo (Francia), porque me volvían a desafiar con la bastardeada “zona de confort”, de la que, a esta altura, muchos ya estamos hartos. Además, el intento de mojada de oreja se torna más burdo, si tenemos en cuenta que acabo de volver de subir el Volcán Lanín, con mi gran amigo Andrecito. Así que, modestia aparte, no me van a correr a mí con ninguna “zona de confort”. Pero además, y principalmente, porque el término es impráctico, cuando no incorrecto, desde una lectura neurológica.
La mente humana está programada para establecer predicciones. Lo hace a partir de un algoritmo de decisión complejo, basado en una mezcla de instintos y aprendizajes previos. Simplificando, podría decirse que el cerebro se la pasa escaneando el medio externo (e interno, pero ese es otro capítulo) con una discriminación básica: esto es conocido, esto es desconocido. La siguiente disquisición es determinar si lo desconocido es potencialmente una amenaza o no. La lectura de estímulos que se escapen de ser interpretados como conocidos (desconocidos) serán sometidos por el sistema amigdalino del cerebro a dos grandes fuerzas: placer y dolor. El placer potencial despertará una atracción por el estímulo, interpretado como bueno para nuestra supervivencia que, en caso de que efectivamente resulte así, hará que el núcleo accumbens nos premie con una suculenta ración de dopamina. En el otro extremo, el dolor potencial hará que nos alejemos del estímulo, sospechado de ser nocivo (malo, feo, caca). Acá vale la pena recordar que el principal mandato que tiene nuestro Sistema Nervioso Central es mantenernos con vida.
Si alguna de esas predicciones no se cumple, se activa el aprendizaje, que va a incorporar el nuevo descubrimiento a los algoritmos de decisión, para usarlo en la próxima. Así se modifica algún pronóstico, se suaviza alguna arista de prejuicio y, una mente rockera podría decir, por ejemplo: che, puede que no todo el trap sea una mierda.
El asunto es que la activación emocional que despiertan las fuerzas de placer y dolor potenciales, es muy cara energéticamente. Consume mucho esfuerzo mental. Acá vale la pena recordar otro de los mandatos de nuestro Sistema Nervioso Central: mantenernos con vida al menor costo posible. Lo que debe leerse, por el mayor tiempo posible, porque el que ahorra siempre tiene.
A los contextos de estímulos que no desafían las capacidades de predicción, y por lo tanto, no desencadenan erupciones emocionales intensas, se los ha dado en llamar “zona de confort”. Pero el término ha quedado connotado, principalmente, por el coaching motivacional y por el exitismo mercantil, como “zona de cobardía”, como ese lugar del que uno no se animaría a salir por miedoso, por no tener lo que hay que tener. Pero en realidad, desde una lectura neurológica, sería más apropiado interpretarlo como “zona de ahorro”. Y esta lectura le otorga un carácter práctico, muy útil.
«Desde un POV neurobiológico, la ‘zona de confort’, no es un dominio del que se deba salir para evitar recibirse de cobarde. Es un recurso valioso que hay que saber administrar», dice el autor de esta nota, cuya idea surgió al ver una publicidad sobre escaladas al Volcán Lanín (Foto: Pepe Delloro/ Télam S. E.)
Esta mañana yo abrí los ojos teniendo en frente el mismo cielorraso de antes, la misma compañera, la misma luz por la ventana, los mismos olores. Podría decir que estoy en un contexto sin amenazas potenciales. Estoy amparado por mi querida rutina. Mi aparato emocional está apaciguado. Estoy parado al medio de mi adorada “zona de confort”, en la que cantan pájaros, se escucha un curso de agua a lo lejos, una suave briza me roza la cara y, sobre todo, no me jode nadie. Hoy, si se me canta, puedo aventurarme a salir un ratito de mi zona de confort y estresarme de manera controlada, un poquito, tratando de hacer algo que no hago habitualmente, aprendiendo algo nuevo, ampliando mis horizontes. Tengo margen emocional para hacerlo, si quiero.
Pero hace unos años, me tocó abrir los ojos en un lugar extraño, solo, con una luz rara, lejos de mi casa, en un aislamiento impuesto para pacientes Covid-19 positivos, con fiebre, con agotamiento, con miedo. En un día así, todo lo que necesito, es que una dosis suficiente de “zona de confort” entre a mi mente por alguno de mis sentidos. Por suerte, en aquellos días, además de todo lo que hizo mi familia por contenerme, también conté con los llamados periódicos de Andrecito, amigo de la primaria que no veía desde hacía más de 30 años. Los amigos son “zona de confort” que uno puede llevar en cápsulas en el bolsillito chiquito del jean, y tomar cada vez que la vida se ponga jodida. Como también lo son las porquerías de uno, la música, la cultura customizada alrededor. En una de las charlas de aquel aislamiento, conversando sobre sueños, surgió la idea de subir juntos el Volcán Lanín, emulando lo que hacíamos de chicos, que era subirnos a todos los techos y medianeras del barrio. La amistad es “zona de confort” que alimentar, que cuidar, y no de la que haya que escapar.
Dos años más tarde, un día, abrí los ojos metido en mi bolsa de dormir, con la estructura metálica y la lona de la carpa-domo del refugio, acostado sobre un aislante, en la cara norte del Volcán Lanín, a 2350 metros. Ese contexto de estímulos, desde ya, no tenían nada de rutinario y, como dijimos, lo que no está dentro del dominio de lo predecible, está dentro del dominio del estrés. Pero, inteligentemente, me llevé conmigo una buena tajada de “zona de confort”, una cantidad suficiente que hizo que ese estrés sea piloteable: me llevé conmigo a Andrecito, mi amigo de toda la vida, que se había bancado mis ronquidos toda la noche.
Así que, desde un POV neurobiológico, la “zona de confort”, no es un dominio del que se deba salir para evitar recibirse de cobarde. Es un recurso valioso que hay que saber administrar. Es un jardín que cuidar, al que acudir cada vez que la vida nos desconozca, o que nosotros desconozcamos a la vida.
Otro día te cuento la crónica del ascenso al Lanín. La voy a escribir sentado, con los pies arriba de un banquito, con el mate al costado, justo ahí, al medio de mi zona de confort.