Si ha acariciado la idea de irse del país y probar suerte en otra parte, no es la única persona en El Salvador ni el mundo. En 2015, de acuerdo con la encuesta mundial de Gallup, alrededor del 22% de la población adulta del planeta se mudaría del país en que vive si contara con los medios para poder hacerlo. Por supuesto, los deseos de emigrar varían mucho entre países. Por ejemplo, en el caso de Sierra Leona, en África, ese porcentaje supera el 70%, mientras que en Tailandia no llega ni al 2%. En España es el 17% quien manifiesta ese mismo deseo. El Salvador se acerca a un 55%, siendo el segundo país en el mundo con mayor deseo de abandono de sus habitantes.
Alrededor del 22 por ciento de la población adulta del planeta se mudaría del país en que vive si contara con los medios.
Bastante gente, ¿no? Sin embargo, esos porcentajes reflejan solo un deseo, condicionados a la posibilidad material de realizarlos. Cuando el estudio indaga más profundamente sobre los planes que las personas están haciendo para marcharse efectivamente a 12 meses vista, las cifras caen de forma considerable. Ocurre en cualquier aspecto: mucha gente planea cosas, pero no las ejecuta. Y es así como se llega al dato más significativo: el de la gente que realmente se va de su país.
Los números sorprenderán a más de uno, porque, a pesar de la globalización, de la creciente integración de países y de economías, a pesar de todo lo que oímos sobre la intensidad de los flujos migratorios, solo algo más del 3% de la población mundial vive en un país distinto del suyo de origen. En 2015 este porcentaje correspondía a unos 244 millones de personas. Es decir, lo común, lo que predomina y además por mucho, es que la gente permanezca toda su vida en el país en el que nació.
Igual que las personas que quieren abandonar su lugar de origen se distribuyen de manera muy desigual por el mundo, también se reparten de forma irregular los países de los que parten los ciudadanos y a los que finalmente se van. Por ejemplo, en Estados Unidos, Europa y Oceanía, los inmigrantes representan alrededor de un 10% de la población.
Pero dejemos de lado las estadísticas mundiales de emigración para volver a la pregunta que planteamos en el título de este artículo. Si usted ha acariciado la idea de marcharse es muy posible que lo asalten un montón de dudas y temores, porque el concepto y la experiencia de la emigración están cargados de símbolos, significados y leyendas identificados la mayoría de las veces con la añoranza y el sufrimiento.
Igual que se teoriza sobre los flujos migratorios, también se habla de la terapia de la mudanza.
Hay apreciaciones sobre la emigración que vienen de un pasado muy remoto, cuando alejarse de la tierra en la que se vivía significaba una desconexión absoluta, la pérdida de todos los lazos con las personas, costumbres y paisajes con los cuales se había convivido durante años. Hay incluso una psicología de la emigración y un término que se ha popularizado como “el duelo migratorio”. El psiquiatra español Joseba Achotegui habla de hasta siete tipos de sentimientos, que incluyen el dolor por los seres queridos, por la lengua, por la cultura, por el ambiente físico, por el estatus social que se poseía, por los grupos o asociaciones de los que se era miembro y por la seguridad física con la que se contaba.
Pero emigrar hoy, si es que lo hacemos por voluntad propia, no tiene que ser traumático, ni mucho menos. La elevada capacidad de conexión de la que disfrutamos nos permite permanecer en contacto fácil, continuo y barato con familiares, amigos y organizaciones que hemos dejado atrás. Igual de fácil es mantenernos informados sobre lo que pasa en el barrio, la ciudad o el país del que salimos. Los costos decrecientes, en términos relativos, del transporte dejan abierta la posibilidad de visitar periódicamente nuestro terruño, y, finalmente, ninguna partida tiene que ser definitiva. Emigrar ya no significa necesariamente abandonar para siempre.
La mudanza tiene aspectos positivos: nuevas oportunidades, conocer otros mundos, enriquecernos culturalmente. . .
Luego van desvelándose los aspectos positivos de la mudanza; la posibilidad de explorar nuevas oportunidades, conocer otros mundos, enriquecernos culturalmente, incluida en este apartado la posibilidad de aprender o practicar otra lengua. Y en esta situación, ocurre que, igual que se teoriza sobre los duelos migratorios, también se habla de la terapia de la mudanza. Porque cambiarse de un lugar a otro puede ser, en algunos casos, una muy buena medicina para situaciones personales o familiares difíciles. Conceptualizado de esa forma, la experiencia de mudarse de país –al menos por un tiempo– puede ser muy enriquecedora en términos netos para usted y para su familia. Por tanto, no le tenga miedo a explorar opciones más allá de las fronteras nacionales, a hacer las maletas y partir. Los cambios a veces son buenos simplemente por ser eso, cambios. Y lo importante es, lo repetimos de nuevo, que ese movimiento no tiene por qué ser irreversible.