Julio Verne nació en una familia de abogados. Cuando terminó el colegio, donde le iba fue muy, muy bien, el camino fue lógico: estudiar abogacía. A los 19 años se mudó a París —su familia es de Nantes, ahí nació, en un barrio islote sobre el río Loira— a estudiar pero también a escribir. ¿Y qué escribía? Obras teatrales y libretos de ópera. En 1947, cuando consigue el título, llega el momento de las grandes decisiones: ¿ejercer la profesión estudiada o dedicarse a la literatura? Su padre, al enterarse que se había gastado todos los ahorros en libros y que el sendero laboral no era el de las leyes, dejó de pasarle plata. Entonces apareció el problema que atraviesa todas las épocas: cómo sobrevivir escribiendo literatura. Ahí mismo aparecen los problemas físicos: incontinencia intestinal, parálisis facial, diabetes.
Durante diez años vive de lo que le dejan las obras teatrales y de su trabajo temporal en el Teatro Nacional de París. Pero no sabe administrar el dinero: se compra un piano. Tenía 29 años cuando se casa con Honorine Hebe du Fraysse de Viane, viuda y con dos hijos. Buscaba, dicen los biógrafos, estabilidad emocional. ¿Qué habrán pensado sus amigos, los del grupo “Los once sin mujer”, cuando recibieron la invitación a la iglesia? Consigue que su padre le preste una buena suma de plata para invertirla en la bolsa y con eso se mantiene. Fueron años oscuros, evasivos. Por ejemplo, un verano donde fue con su esposa a Esonnes, a visitar a su cuñada, Verne se escapó y se subió a un barco que iba a Escocia —su primer viaje en barco—; o la vez que se fue de viaje justo cuando estaba por nacer su hijo.
¿De qué huía, en concreto? ¿Habrá alguna relación con aquella historia de su infancia, cuando escapó de su casa y se subió a un barco que iba a la India porque quería ser marinero? ¿O esta fascinación por los viajes tenía que ver con esa curiosidad que amasó de chico, cuando sus profesores de Geografía decían que año a año era el mejor estudiante? Dejó de lado todas esas obras de teatro, también aquellas pretensiones realistas —la primera novela que escribió, y que jamás publicó, es sobre una sociedad del futuro obsesionada con el dinero—, y se puso a escribir sobre lo que verdaderamente le interesaba: viajar. Le puso de título Viaje por el aire y lo mandó a varias editoriales pero no lo aceptaron. Pierre-Jules Hetzel fue el único que le hizo algunas anotaciones, sugerencias, correcciones.
Portada original de la primera novela de Julio Verne, cuyo título original fue “Cinco semanas en globo: viaje de descubrimientos en África por tres ingleses escrito sobre las notas del Doctor Fergusson”
Una literatura que divulgue la ciencia: eso quería Hetzel, por eso le dijo que reescriba el texto de una manera más científica. Y Verne lo hizo, claro. El título completo que quedó es Cinco semanas en globo: viaje de descubrimientos en África por tres ingleses escrito sobre las notas del Doctor Fergusson. En enero de 1963 se hizo una tirada de dos mil ejemplares. Mientras Verne estuvo vivo, la novela vendió 76 mil ejemplares, según uno de sus biógrafos: Éric Weissenberg. Se leyó tanto ni bien se publicó que la editorial le hizo un contrato a Verne para que le entregue dos novelas por año. Luego la historia va en ascenso: en 1864 publica Viaje al centro de la Tierra, en 1869 Veinte mil leguas de viaje submarino y en 1872 La vuelta al mundo en 80 días. Fueron en total 54 novelas, además de las póstumas.
Cómo se escribió “Cinco semanas en globo”
Cinco semanas en globo tiene varias condiciones de producción. Para entonces, Verne tenía un gran interés por la ciencia: escribía artículos y cuentos en revistas especializadas, como El museo de las familias donde se ocupaba de la sección científica. ¿Habrá leído el cuento “La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall”, de Edgar Allan Poe, donde se narra un viaje en globo a la luna? Seguramente haya tenido que ver su amistad con Nadar, reconocidísimo fotógrafo de la época, además de aeronauta, que ese mismo año hizo los primeros retratos de París desde un globo. Y hay ahí una curiosidad: Verne escribió la novela sin nunca haberse subido a uno. Su primer viaje fue en octubre de ese año, en El Gigante, el globo de Nadar, lo que lo llevó a escribir un texto titulado Sobre El Gigante.
“Ascensión de un globo Montgolfier en Aranjuez” (1784) de Antonio Carnicero
En Francia —antes, mucho antes— empieza el sueño, como dice el dicho, de los hombres y los pájaros enfermos: volar. Pero no de cualquier forma de vuelo —el planeador de George Cayley es de 1799, el dirigible de Henri Giffard es de 1852—, sino una muy especial que implica alcanzar gran altura y un movimiento deslizante: volar es pasear. En 1783 los hermanos Montgolfier hicieron una demostración pública, la primera, de un globo aerostático. La leyenda dice que la idea se les apareció una noche que estaban alrededor de una fogata: la clave estaba en que el aire caliente es más liviano que el frío y tiende a subir. Llegaron a reunir 130 mil personas en Versalles para presenciar la odisea. Al frente de la multitud, impecables, Luis XVI, María Antonieta y toda la corte francesa.
Los primeros tripulantes fueron animales, un gallo, una oveja, un pato, pero al año siguiente, también en Francia, llegó el turno del hombre, de dos hombres en realidad: Jean-François Pilâtre de Rozier y Pierre Romain. Fueron meses intensos en que recorrieron pueblos, recibieron distinciones aristocráticas, saborearon las mieles de la fama y hasta se propusieron unos cuantos desafíos. En 1785 idearon un plan para a cruzar el Canal de La Mancha desde Francia hasta Inglaterra. No estaban solos: otra dupla, la de Jean-Pierre Blanchard y John Jeffries, lo logró en enero de ese año. Entonces los franceses se lanzaron a hacerlo, pero aparecieron con toda su violencia las fallas de un invento tan fascinante como misterioso, y al final, allá abajo, el suelo, tan lejano y tan real, y la muerte.
Algunas de las miles de ediciones que se han hecho de “Cinco semanas en globo”
“¡Excelsior!”, grita el doctor Samuel Fergusson ni bien entra al auditorio de la Real Sociedad Geográfica de Londres, completamente colmado de gente, entre vitoreos y hurras. El protagonista de Cinco semanas en globo tiene todas las características del personaje central de las novelas de Verne que integran la colección Viajes extraordinarios: excéntrico, científico, loco, genio. Acá la odisea es simple pero arriesgada: “atravesar en globo toda África de este a oeste”. Lo acompañarán su amigo Dick Kennedy y un muchacho llamado Joe. Kennedy asume que es una locura, pero Ferugsson insiste: “Los obstáculos se han inventado para ser vencidos. En cuanto a los peligros, ¿quién puede estar seguro de que los evita? Todo es peligro en la vida. Peligroso puede ser sentarse a la mesa o ponerse el sombrero”.
La historia está narrada con la pasión de las grandes expediciones y envuelta en un halo de época que descubre la forma en que entonces se sentía el mundo. Un mundo no tan distinto al actual, pero muy diferente en este asunto: la inmensidad de lo desconocido. Fergusson buscaba el nacimiento del Nilo, algo que hasta entonces los europeos desconocían. Hoy basta con abrir Google Maps. Hubo un tiempo en que la idea de viaje no estaba adherida al paquete turístico y el desconocimiento de otras culturas generaba un misterio tan fascinante como peligroso. Quizás esta novela de Verne sea el ejemplo perfecto de que la imaginación es algo más que un refugio, y que la literatura debe, no solo protegerla, sino llevarla hasta al límite, y luego empujarla, hasta que salga volando.