Una familia salvadoreña sufrió una paliza en el vecindario angelino de Wilmington, hecho ocurrido mientras ofrecían sus minutas en un carrito que llevan por diferentes puntos del sur de California.
—No he podido dormir, sí me ha afectado bastante —reconoce Karina Cerón, de 31 años, detallando que cada noche tiene pesadillas. Cuando cierra sus ojos, las imágenes que aparecen en sus sueños son las patadas y los puñetazos que ella y sus padres, Lucía Durán e Isaí Vásquez, recibieron de un grupo de vándalos latinos.
Las famosas minutas o raspados de esta familia se venden en dos puntos diferentes de Wilmington, también las llevan a la ciudad de Long Beach.
«Soy su clienta desde hace 15 años, siempre les he comprado fresa con coco; su negocio es excelente, te atienden muy amablemente», confiesa María, una consumidora habitual durante los fines de semana en el 1828 S. Figueroa St, en los alrededores de Los Angeles Harbor College.
Los comerciantes ofrecen más de 50 combinaciones de sabores, los básicos son 15 y entre ellos destacan: mango, coco, fresa, piña, tamarindo, guayaba, vainilla, nuez, mangoneada y la tradicional de limón con sal que mezclan con alguashte —condimento que en El Salvador, Guatemala y Honduras se elabora de ayote.
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El reloj marca las 11:00 a.m. Sentados en un sofá, Karina y sus padres confiesan que no saben si regresar a vender a la calle. El ruido del aire acondicionado es notorio, lo que permite mitigar el calor insoportable que hace en toda la ciudad. Es viernes, han pasado cinco días desde que fueron agredidos y los nervios se alteran, el miedo los acongoja y la ansiedad es ingobernable.
—Queremos que nos ayuden a encontrar a esas personas —exhorta Lucía, aduciendo que su hija y su esposo están vivos de milagro. La mujer, de 48 años, se levanta la camisa para mostrar la magulladura en su costado derecho y los coágulos en su brazo izquierdo producto de los golpes indiscriminados.
En 16 años que lleva viviendo en Los Ángeles, al menos 14 de ellos los ha dedicado a vender minutas y elotes asados. En su natal Zacatecoluca, al sur de la capital salvadoreña, comerciaba naranjas y elaboraba pupusas.
En las tardes, entre martes y viernes, Lucía se coloca junto a su esposo en la calle 10th, en la ciudad de Long Beach. Pero el fin de semana, los tres se van a Wilmington aprovechando que el domingo hay un swap meet en el Harbor College.
La miel la preparan un día antes. Le quitan la cáscara al mango y al coco, luego pican en trocitos toda la fruta, la licúan y después la introducen en botes que son colocados en un congelador. Antes de iniciar la jornada laboral, pasan al centro de Los Ángeles a comprar hielo, limones, vasos, pajillas y cucharas.
—Lo más difícil es andar subiendo cosas, llevamos muchas cosas —comenta Lucía, pues ella y su familia viven en un apartamento ubicado en segunda planta. Cada vez que salen a trabajar cargan una minivan en donde llevan carpas, hieleras, el carrito de metal en donde elaboran los productos y los botes con los diferentes sabores de miel.
Como de costumbre, el domingo 1 de septiembre se instalaron en la calle Figueroa. Cuando el reloj marcaba las 2:30 p.m. aproximadamente hizo fila un grupo de personas interesadas en comprar los productos de estos comerciantes. Al final de la línea, estaba María esperando su turno, cuando un hombre de camisa café —que aparece en los videos que circulan en redes sociales— atacó a los vendedores.
—Ese muchacho empezó a tirar golpes, al señor lo pateó en sus costillas y en su cabeza, y a la muchacha le reventó su mejilla —relata la testigo.
En la área de Los Ángeles se estima que hay unos 50 mil vendedores ambulantes, quienes de forma frecuente son víctimas de crímenes.
De acuerdo a datos del Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD), en 2021 se reportaron 192 crímenes en contra de vendedores ambulantes, en 2022 aumentó a 232. En los primeros ocho meses de 2023 se registraron 202 casos.
Las agresiones y robos que sufren estos comerciantes es resultado de una política desarrollada por el Estado de California, la cual se manifiesta de diferentes maneras, valora Sergio Jiménez, organizador de vendedores ambulantes del Colectivo Poder Comunitario, asegurando que el punto de partida es «el lenguaje abusivo del mismo sistema».
«Cuando la comunidad agrede a una persona lo hace porque piensa que no hay un sistema de apoyo para los vendedores», sostiene Jiménez, por eso en la organización en la que labora se dedican a empoderar y educar a este sector. «Cuando una persona reconoce que tiene derechos y los identifica, puede resistir y encontrar formas de como usar esas herramientas».
Por eso, la abogada Cynthia Anderson-Barker, sugiere a las personas que se dedican a este rubro que trabajen en comunidad y se integren a organizaciones que velan por los derechos de los vendedores, porque está convencida que cuando los comerciantes conocen sus derechos —no importa si tienen un estatus migratorio irregular— pueden vencer el miedo.
«Los indocumentados tienen derechos, ellos pueden hacer denuncias sobre robos y amenazas», apunta la experta en derechos civiles.
En un reporte de 2015, elaborado por Economic Roundtable, se reveló que el sector informal genera $504 millones anuales en ventas de comida y mercancías, lo que permite dinamizar la economía de Los Ángeles.
La comunidad, por lo tanto, debe salir en defensa de los vendedores ambulantes porque gracias a su aporte a través de la economía informal incluso ayudan al gobierno municipal y generan empleo que de otra manera hay personas que no pudieran sobrevivir, indica Rocío Rosales, profesora de Sociología de la Universidad de California en Irvine.
«Se les puede ayudar consumiendo sus productos, pero también reconociendo el rol que tienen en la comunidad», subraya Rosales, autora del libro Fruteros en el que aborda el aporte de los vendedores de frutas en Los Ángeles. «Les podemos ayudar con nuestro dinero, pero igual con nuestras palabras cuando son víctimas de agresiones, con nuestras acciones».
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La decisión se tomó en conjunto, los comerciantes acordaron regresar a sus labores. El sábado 7 de septiembre salieron de su vivienda a las 9:30 a.m. En medio de una profunda zozobra, luego de comprar hielo y algunos implementos, llegaron a Wilmington a las 11 a.m.
—Estaba bien tensa, me puse nerviosa, lloré —relata Karina.
A esta joven comerciante la invadía el temor. No es para menos, en ese mismo lugar fue cuando el 1 de septiembre tuvo un altercado verbal con el hombre que la agredió a ella y a sus padres.
—¿Cuántos vas a querer? —preguntó Karina
—Yo no quiero de acá, yo quiero del otro lugar —respondió el interlocutor, refiriéndose al otro vendedor que se coloca a escasos pocos metros.
Lucía no escuchó la conversación de su hija y al ver al hombre en la línea volvió a preguntarle cuántos raspados iban a comprar. El individuo molesto le dijo a su madre que la acompañaba que se fueran de ahí. «Vámonos que estas pinches perras están necesitadas», espetó.
Al escuchar el insulto, Karina le cuestionó la falta de respeto y educación, le dijo que solo tenía que dirigirse al puesto donde deseaba comprar.
«Yo soy la mamá y no lo eduqué, ¿cuál es el problema?», dijo la mujer al mismo tiempo que empujó a Karina.
El hombre regresó y le dio un puñetazo en el pómulo derecho a Karina. Luego aparecieron otros hombres y mujeres que atacaron a los padres de la joven comerciante. Eran más de 10 personas las que tiraron al suelo a Lucía e Isaí.
Con el rostro ensangrentado, Karina salió a defender a su padre, un hombre de 54 años que padece diabetes y tiene problemas de la vista. Luego se fue a buscar a su mamá a quien una mujer la había agarrado del cabello mientras dos hombres le daban patadas en sus costados y brazos.
Una mujer que estaba entre los clientes les avisó que uno de los agresores tenía un cuchillo. Karina logró agarrar con una mano el filo del cuchillo y con la otra le cubrió el rostro a su padre. La policía llegó al lugar 15 o 20 minutos después de que los agresores se fueron.
—¿Cómo mi hija pudo aguantar? —se pregunta Lucía—. No somos criminales, nada más nos dedicamos a trabajar, a salir adelante con lo poquito que ganamos. Esto no puede quedar así.
Al parecer eran cuatro vehículos en los que huyeron los atacantes, los testigos lograron captar las placas de un carro Kia color rojo (9HTF650) y las de un Volkswagen color gris (9KYZ789).
—Si ellos me hubieran tirado al suelo, yo pienso que me matan —valora Karina.
—¿De dónde sacó fuerza? —pregunto.
—No sé, creo que Dios andaba ahí conmigo. Yo veo el video y también me sorprendo que ninguno me pudo tirar. El primer golpe era para que yo cayera, no logro entender cómo es que agarré tanta fuerza.
La mejor temporada para vender minutas es el verano. Comienzan en febrero y terminan en octubre cuando llega el frío. A raíz de esta paliza, estos comerciantes dejaron de trabajar cuatro días mientras se recuperaban de los magullones y los traumas. Para cubrir gastos médicos y reponer las pérdidas económicas crearon una cuenta en GoFundMe.
Pero lo que más les ha llenado su espíritu es ver la respuesta de la comunidad. El domingo anterior atendieron a más de 100 personas, muchos eran nuevos clientes que acudieron para expresar su solidaridad con esta familia. Algunas personas solo llegaban a dejar algún donativo; otros se llevaban su raspado y expresaban una palabra de aliento («ustedes no están solos», «nosotros estamos aquí», etc.).
—Cuando los clientes nos decían eso, sentíamos alivio y apoyo —dice agradecida Karina.
El reporte de esta agresión se hizo en la estación de policía Harbor, si algún testigo tiene información sobre este caso puede comunicarse al teléfono 310-726-7700 y pedir hablar con el detective asignado a la investigación.
Este artículo fue publicado originalmente en Los Angeles Times en Español.