Es sabido que los Padres Fundadores estadounidenses, al redactar los fundamentos de la naciente república, se la imaginaron (en su idealismo) sin partidos políticos. La lógica detrás de esta premisa es sencilla: la política, en su estado más destilado, es una profesión compleja que requiere de expertos cuya única tarea debería ser solucionar los problemas de Estado. Los partidos, en su politiqueo, no son sino una hostil distracción para dicha tarea. Pero la trampa fue pensar que estos problemas tenían soluciones claras. Soluciones basadas en resultados obtenidos, como en la ingeniería. Se les escapó que, dependiendo de los principios morales de cada experto, dichas soluciones varían sin perder legitimidad alguna. Y que su éxito no suele, por tanto, depender tanto del resultado obtenido sino de los principios que se emplean en su legislación. Conocemos bien el coste de tan desafortunada fricción. Desde entonces reina en la política, de mano de sus partidos, tal fanfarria de valores y principiosque ahora han llevado a aquella misma república norteamericana, ya no en su infancia sino en su ocaso, a un shutdown cuyos resultados, por más variados que hayan podido ser, fueron todos malos.
Ante los avances de la tecnología, el periodismo y las redes sociales, es quizás oportuno retomar ese idealismo creador de los fundadores estadounidenses para volver a pensarnos un futuro sin partidos políticos. Para hacer del negocio político un asunto más directo y profesionalizado. ¿Pero es esto deseable? Pues, depende.
“Los partidos son elementales y necesarios en toda democracia”
Sí. Podríamos resumir en tres las funciones de los partidos políticos: crear una plataforma social que movilice al público electoralmente, crear un tejido moral y/o social y/o filosófico en el que personas de similar pensamiento político y/o identidad social puedan converger y, por último, funcionar como escuela y maquinaria gubernamental. El hecho de que todas las democracias de la actualidad tienen al menos un partido político evidencia que una de estas tres funciones no se puede realizar fuera de los partidos. Y esta es la segunda. Plataformas sociales con fines electorales y sin afiliación política, como veremos luego, han existido con algún éxito en el pasado – pensar, por ejemplo, en el Movimiento Cinco Estrellas italiano de sus principios. En cuanto a “funcionar como escuela y máquina gubernamental” podemos pensar en la sofisticada labor que enseñan prestigiosas escuelas como la Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard como superiores y más directos sustitutos al lento ascenso burocrático y jerárquico tradicional de los partidos. Pero la materia del cual está hecho el tejido ideológico de los partidos –los principios, valores y asociaciones que nos esculpen como individuos y ciudadanos— no es reciclable. Un país sin partidos es, profundamente, un país sin identidad política. Cosa tal vez deseable. Pero humanamente imposible.
Ese es el precio de la paradoja. Las tareas de Estado tienen diversas soluciones, todas igual de legítimas según las premisas de los que la proponen. Pero esto nos lleva a otro problema aún más profundo: ¿Cual es la premisa correcta? El debate es moral y por tanto interminable. ¿Fronteras abiertas o cerradas? ¿Equidad de riquezas o igualdad de oportunidades? ¿El estado de bienestar como colchón o trampolín? Es quizás la tarea principal de los partidos, en estos tiempos de paz, fraguar estos debates a través del tejido moral, social e ideológico que usa para entrelazarnos. Por eso son elementales.
“Los partidos son siempre la representación de una ideología política”
Para nada. Este tejido del cual están hechos los partidos va mucho más allá de las ideologías que lo componen. Esto resulta, sencillamente, del hecho de que nuestras ideas son solo una parte de nuestras identidades políticas. El resto de dicha identidad responde a factores varios, entre los que destacaría nuestra procedencia social, nuestras creencias religiosas, nuestros rencores históricos, nuestra afiliación a un jeque y nuestras ambiciones personales. Como regla general agregaría que la democracia ideal es aquella en la que preponderen relativamente las ideas sobre el resto de factores. Y viceversa: la peor democracia es aquella donde los partidos políticos, vacíos de ideas, son solo plataformas para un puñado de pequeños caudillos y sus respectivas tribus. La realidad fluctúa entre estos extremos. En un mismo país, un mismo partido va cambiando de ideas, de afiliaciones sociales, y en donde ahora prepondera la cabeza, una generación más tarde reinará el cuerpo.
Pero aún así hay que tener cierta cautela. Fiódor Dostoevsky, aquél profético antimodernista, nos advertía en su obra Demonios: “Hay quienes piensan que consumen ideas. Lo que no saben es que son las ideas las que los consumen a ellos”. No hay mejor ejemplo de esta posesión que la que sufrieron sus compatriotas los Bolcheviques 50 años después. Por tanto, deben preponderar las ideas, sí. Pero no dominar absolutamente: cuando digo ideas digo también pluralismo, debate y conversación.
“Los partidos son plataformas de movilización social obsoletas en la era de Internet”
En principio sí, pero el sí por su propio peso se vuelve un no. Que hoy en día las redes sociales pueden movilizar más que los partidos es una realidad. La Primavera Árabe. Las protestas de 2017 en Venezuela. La protesta del paraguas amarillo en Hong Kong. Sin ir muy lejos: la manifestación más grande que hubo en España el año pasado fue la que convocó “Todos somos Cataluña” por la web en contra de la declaración de independencia catalana. Los partidos entonces brillaron por su ausencia.
Las redes sociales ahora tumban tiranos, encarcelan corruptos, organizan guerrillas. No podía ser de otra manera por dos razones. La primera es que movilización social nunca ha sido monopolio de los partidos: en momentos de crisis, las sociedades se vuelven una suerte de red nerviosa donde un martillazo en un dedo ilumina, casi irreflexivamente, al cuerpo entero. La insurrección de la revolución francesa fue producto de más del contagio de la toma desairada de la Bastilla, en el cuerpo enfermo de una Francia empobrecida, que de las ideas de los que inicialmente cogieron los fusiles. La segunda razón es precisamente el hecho de que Internet no hace otra cosa que aumentar la velocidad de contagio. Ante esto no es sorpresa que cada ciclo electoral nos muestra cómo cada vez más las redes sociales se han vuelto los principales campos de batalla de las contiendas electorales.
La historia reciente, sin embargo, también nos muestra que este tipo de movilizaciones no logra resultados a menos que se vuelque a una plataforma política (es decir, a un partido) que pueda ser electa y los ejecute. En respuesta a la crisis financiera de 2008, las dos movilizaciones más importantes de Estados Unidos fueron Occupy Wall Street y el movimiento Tea Party –las cuales representaron, respectivamente, la respuesta de la izquierda y la derecha al descontento social postcrisis. Pero solo uno, el Tea Party, el cual logró que sus ideas percollaran en el partido Republicano, tuvo éxito. Actualmente cuenta con 31 diputados en la Cámara del Congreso, y es una de las principales fuerzas políticas dentro del gobierno de Donald Trump. De Occupy Wall Street, el cual no quiso afiliarse al partido demócrata (su aliado natural), ni nombrar líderes propios, no queda prácticamente nada.
No sobrevivió por la sencilla razón de que para movilizar hacia la crítica y el desmantelamiento no hace falta partido, es verdad. Pero para construir una plataforma gubernamental, para instaurar lo que venga después de tal desmantelamiento, la historia es otra. La propuesta política, vale la pena insistir, es un asunto minucioso y complejo. No se puede hacer en la algarabía de una plaza pública o el anonimato de un foro de Internet. Requiere de organización, liderazgos, pautas. Es precisamente la complejidad de la propuesta política la que hace necesario a sus partidos.
Por eso tampoco es casualidad que movimientos inicialmente antipartidos, como el Movimiento Cinco Estrellas en Italia o el Movimiento 15-M (predecesor a Podemos) en España, se convirtieran precisamente en partidos para intentar hacer algo constructivo de sus críticas. Son, por tanto, quizás la mayor evidencia de la supremacía del partido político como articulador final del deseo y el pensamiento social.
“La mejor democracia es la de muchos, pocos o ningún partido político”
Depende. Ante la máquina de votación muchos estadounidenses el año pasado se habrán preguntado: “Hillary Clinton y Donald Trump –¿estos son, seriamente, los dos mejores que se nos ocurrieron?”. Es sabido que el bipartidismo de Estados Unidos, plagado de lobbyies e influencias, es una muestra clara de su decadencia democrática. En parte por un sistema de lleno volcado en contra de los partidos independientes, es prácticamente imposible que un político se pueda hacer de la presidencia sin ser demócrata o republicano. Además de que para vencer en las primarias de cada partido sus candidatos se ven forzados a tomar posturas extremas, lo cual sin duda es uno de los factores más importantes en la polarización del país. Pero esto no tiene por qué ser, necesariamente, un argumento a favor del multipartidismo absoluto.
Como caraqueño puedo atestiguar que la oposición venezolana, que no es otra cosa que una coalición de 20 partidos distintos, es una muestra clara también de los problemas del multipartidismo. En ella abunda la codicia, la envidia, las negociaciones interminables y poco fructíferas, las traiciones y no precisamente la diversidad de ideas (todo lo contrario) sino la diversidad de voluntades personalistas incompatibles. Pero esto tampoco es un argumento a favor del bipartidismo.
Hay países, como Alemania, donde muchos partidos funcionan (hasta ahora) bien entre sí. Y otros, como la España post franquista, donde el bipartidismo fue claramente un vehículo indispensable para la regeneración social y la negociación de voluntades. También tenemos el ejemplo de la China post Dengiana, la cual ha logrado prosperidades innegables funcionando a través de un solo partido. En fin: para gustos los colores.
Como decía antes, los partidos políticos cumplen la función de articular las ideas y sentimientos de la sociedad. Muchos o pocos partidos no son necesariamente la receta para su correcto funcionamiento. Lo elemental es otra cosa: que haya bajas barreras de entrada para nuevos partidos, que las formaciones tradicionales puedan regenerarse y que logren, en su momento, negociar fructíferamente entre sí. Para esto es importante que la financiación de los partidos sea proporcional e igualitaria, que funcionen dentro de sí democráticamente y que preponderen en ellos las ideas y no los personalismos. Esto implica que sean también buenas escuelas de los valores que tanto nos venden. Esto no se logra desde fuera (imponiendo un número mínimo o máximo de partidos, por ejemplo) sino precisamente desde dentro.
Y no exactamente dentro de las formaciones políticas (aunque también), sino dentro de todos nosotros. Los partidos son espejos de la salud civil de toda sociedad. A veces viciosa, a veces virtuosa, la relación es recíproca: si no hay ideas en los partidos es porque no las hay en la calle. Si no se regeneran los partidos tradicionales es porque reina el costumbrismo también en las cocinas. Si votamos por el jeque es por nostalgia a la tribu. Y si preferimos la fanfarria a la solución –lenta, aburrida, sofisticada– es porque hemos hecho de la política, como nos recuerda el señor Trump semanalmente, un espectáculo del entretenimiento.
“Los populismos como fin de los partidos políticos”
No está tan claro. El populismo, como diría Ernesto Laclau, es una respuesta exagerada a una insatisfacción social que los partidos tradicionales no han podido, o no han querido, surtir. Como ya decía antes, surgen de protestas masivas, relativamente espontáneas, para luego articularse como partidos políticos. Por tanto no son la amenaza sino la continuación del partidismo. Lo que sí son (o tienen el potencial de ser) es el fin de los partidos políticos tradicionales. La pregunta, por supuesto, es que tan bueno pueda ser todo esto.
En mi opinión la visión maniquea del populismo que ahora tiene tanta circulación, la de que son monstruos que manipulando a la masas desmantelan al bueno y noble Estado es una indolencia intelectual. No porque no sean una amenaza gravísima. Lo son. Sino porque las masas no son tan manipulables como se cree, y si están tan en contra del status quo será por algo. Uno de los principales causantes de los populismos, por tanto, son precisamente los partidos políticos tradicionales, quienes (queriéndolo o no) han participado en la alienación del Estado de sus ciudadanos. La visión maniquea a veces obvia este punto.
El populismo, como el hongo que crece bajo la sombra, o el tumor que prospera desapercibido en un costado, es una enfermedad de la democracia y sus partidos políticos, símbolo de su declive y su falta de regeneración. Producto a veces de demandas desatendidas, a veces de demandas imposibles, cumple la violenta función de asustar o renovar los liderazgos tradicionales. Son, continuando la analogía, una suerte de mecanismo de defensa del cuerpo. En buenas dosis, como ha sucedido hasta ahora en España o en la Francia de Macron, impulsa nuevos y saludables liderazgos. En dosis descontroladas, como en mi natal Venezuela, terminan de matar al cuerpo enfermo. Por eso hay que luchar contra ellos, por supuesto, pero también escucharles.
Así pues, queridos lectores, son los partidos, males necesarios que, llenos de vigor y urgencia, prosperan tanto en la luz como en la sombra. Que se adaptan a sus contextos, cuales en un ecosistema. Que son humanidad y nos reflejan. Que no mueren sino se enferman y se pudren, para que precisamente de su putrefacción salgan nuevos partidos, como hongos. Que abonarán la tierra para un buen día dar paso a las flores. Y así, como en la vida. Así que esta es, quizá, la respuesta más tajante al enunciado. ¿El fin de los partidos políticos? ¡Pero cómo –si son una fuerza de la naturaleza!