Por Martín Caparrós -El País-
No nos gusta saberlo, mucho menos decirlo: siempre hay un momento en que los pueblos aman a sus dictadores. O, dicho de otro modo: es muy difícil hacerse dictador si no has conseguido que una parte significativa de tu pueblo deposite en ti grandes expectativas. Después tratamos de olvidarlo, porque el recuerdo nos humilla, pero es fácil saber que la barbarie del general Videla o el general Pinochet o el generalísimo Franco o el cabo Hitler fue reclamada por millones, que tardaron años en dejar de vivarlos –o nunca lo dejaron.
Esos millones los amaban, en general, porque emprendían tareas que les parecían necesarias y que los gobiernos respetuosos de la ley no realizaban: aniquilar una guerrilla o dos, eliminar a todo rojo ateo defensor de los trabajadores, borrar del mundo a los judíos, esas cosas. El señor Nayib Bukele, el joven presidente de El Salvador, está en ese momento.
El contexto es muy claro: ahora mismo el mundo –buena parte del mundo– cree que los políticos no sirven para nada. O peor: que sirven para enriquecerse, gozar de su poder, fornicar algo más, engañar a millones con mentiras y promesas que nunca piensan concretar. Los políticos son vistos, en general, como un mal necesario –y cada vez más gente se pregunta por qué eran necesarios. La democracia queda definida como un sistema de impedir, donde los pactos y arreglos entre esos ventajistas perpetúan los problemas reales. Ante ese telón de fondo que está tocando fondo, aparece –digamos, por ejemplo, en El Salvador– un señor que realiza lo que dos o tres décadas de políticas no consiguieron. O, peor: lo que los políticos de esas dos o tres décadas agravaron hasta lo indecible.
El Salvador llevaba demasiado tiempo sometido al poder brutal de dos grandes grupos empresariales armados, organizados para obtener el máximo beneficio económico a cualquier costo –secuestros, asesinatos, extorsiones, tráficos–, que llaman maras o bandas o pandillas. Sus gobiernos intentaron limitar ese poder con métodos diversos –represión más o menos legal, diversos pactos– y no pudieron. Y de pronto aparece este señor y lo consigue. Su sistema es radical: impone la violencia ilimitada del Estado, construye prisiones gigantescas, detiene a unas 80.000 personas en pocos meses sin buscar pruebas de que sean culpables, acumula la mayor proporción de presos por habitante del mundo, exhibe con saña las condiciones crueles en que los amontona, los juzga en juicios arreglados de antemano –y, en unas semanas, las calles de su país vuelven a hacerse transitables y millones de personas que vivían en el temor de las pandillas recuperan vidas más “normales”.
Muchos nos indignamos, con razón: ha transformado El Salvador en una sociedad vigilada, donde su Gobierno puede reprimir a quien quiere cómo se le ocurre, so pretexto de que podría pertenecer –o “apoyar”– a aquellas bandas. Es intolerable, pero ha cumplido su objetivo y millones se lo agradecen y lo apoyan.
Nayib Bukele, ahora, tiene un nivel de aprobación que pocos presidentes han tenido: tras cuatro años de dirigir uno de los países más pobres del hemisferio se le calcula entre el 80 y el 90 por ciento de entusiasmo. Y, por supuesto, pretende hacerse reelegir aunque la Constitución de su país no lo permita, porque tantos quieren que así sea –y que tenga cada vez más poderes, ya que redundan en el “bienestar general”. Y aparecen, por supuesto, en otros países de la región políticos que prometen políticas semejantes y ciudadanos que las piden: el bukelismo avanza.
Bukele se ha vuelto un problema y un ejemplo. ¿Las democracias no podrían conseguir esos resultados sin romper sus propias leyes? En general no lo han hecho. Entonces, ¿cuánto pueden sobrevivir si no solucionan los problemas realmente urgentes? En ciertos países puede ser la violencia, el hambre o la marginación o la inflación en otros. ¿Cuánto más podrán mantener su prestigio, la ilusión de su necesidad, si no los remedian? Cuantas menos soluciones logren las democracias, más sociedades reclamarán personajes como Nayib Bukele. El peligro, en realidad, no es Bukele y El Salvador; somos todos los demás y nuestras impotencias. Con todo respeto por los ancestros fundadores: ya hay varias generaciones de ñamericanos que creen que la democracia es un medio, no un fin. Si ese medio no sirve para llegar al fin, buscan otros medios –porque, de últimas, el fin es lo que importa.
¿Qué les oponemos, qué argumentamos? ¿Que ese método autoritario pone en riesgo a todos los ciudadanos, que cualquiera puede ser encarcelado y sobre todo cualquiera que se oponga al Gobierno? Es así, sin duda –y es terrible–, pero la mayoría de los ciudadanos imagina que a ellos no les puede pasar porque ellos no se meten, que lo que quieren es vivir tranquilos y que con las pandillas no podían y ahora sí. Y sí, es necesario denunciar a los Bukeles cuando avanzan sobre las libertades que deberíamos tener –pero no sirve para nada. Esas libertades deben usarse para solucionar los problemas urgentes de los ciudadanos –y no para cantar su belleza indudable. O las democracias se dan cuenta de que no les alcanza con existir y mostrar su magnífico perfil heleno, o los Bukeles de este mundo se van a quedar con casi todo.
Ya: importa empezar ya. Quizá nos queda algo de tiempo todavía –pero la palabra clave es todavía.