Electo en una democracia en dificultades, en menos de dos años ha logrado subyugar a los otros dos poderes del Estado. Este año, Bukele se prepara para constitucionalizar la deriva autoritaria de su gobierno cuando en septiembre revele su proyecto de reforma constitucional. Los críticos temen que Bukele buscará fortalecer la autoridad del Ejecutivo y trate de retener el poder más allá de 2024, cuando expira su mandato de cinco años.
Sus 39 años, pelo engominado hacia atrás, vestir informal y adicción a Twitter —desde donde ordena despidos de funcionarios o comunica decretos— podrían confundirlo con un aficionado. Pero el presidente centroderechista de El Salvador, Nayib Bukele, sabe lo que hace. Ha tenido una carrera política fulgurante. Comenzó siendo electo en 2012 como alcalde de una pequeña localidad, Nuevo Cusclatán. En 2015 ganó la alcaldía de la capital, San Salvador. Y en 2018 fundó el partido Nuevas Ideas, una plataforma electoral que le sirvió, a pesar de que compitió por el partido GANA, para ganar las presidenciales en 2019.
Electo en una democracia en dificultades, en menos de dos años ha logrado subyugar a los otros dos poderes del Estado. Este año, Bukele se prepara para constitucionalizar la deriva autoritaria de su gobierno cuando en septiembre revele su proyecto de reforma constitucional. Los críticos temen que Bukele buscará fortalecer la autoridad del Ejecutivo y trate de retener el poder más allá de 2024, cuando expira su mandato de cinco años.
El desmantelamiento de la democracia salvadoreña ha sido sistemático y vertiginoso. Tal como Hugo Chávez rompió con el bipartidismo de COPEI y Acción Democrática al ganar las presidenciales de 1998 en Venezuela, Bukele rompió con el duopolio que desde los Acuerdos de Paz de 1992 mantenían el derechista ARENA y el izquierdista FMLN.
Tanto en Venezuela como en El Salvador, el sistema de partidos estaba desprestigiado y los candidatos ganadores crearon partidos centrados en su personalidad, presentándose como “outsiders” que prometían sepultar la corrupción y las oligarquías que la sostenían. Desde entonces, Bukele no ha dejado de cometer una larga lista de atropellos contra sus oponentes, ya sean personas, organizaciones, o instituciones. Sus fintas a las reglas y prácticas democráticas evocan las legendarias filigranas del “Mágico González”, el legendario futbolista salvadoreño, en el Cádiz de los años 80. De acuerdo a Freedom House, en 2019 El Salvador pasó de ser “libre” a “parcialmente libre”. Este año Bukele podría consagrarse como dictador.
El joven presidente consolidó notablemente su poder cuando Nuevas Ideas arrasó en las elecciones del 28 de febrero pasado y obtuvo dos tercios de la Asamblea Legislativa, ganando 56 de los 84 curules. Sumados a los partidos aliados GANA, PCN, y PDC, el gobierno añade 8 asientos legislativos, lo que les permite legislar sin oposición. En su primer día de sesiones, la nueva legislatura destituyó a los magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al fiscal general, lo que en la práctica le permitió al gobierno controlar el poder judicial.
Además de subordinar a los tres poderes del Estado, Bukele ha politizado a los militares y la policía. Basta recordar que, en febrero de 2020, rodeó las calles de acceso al Palacio Legislativo con policías y entró con soldados armados al edificio para amedrentar a los diputados e inducirlos a aprobar una solicitud de préstamo para financiar su plan de seguridad pública. En un acto que lo retrata, durante el asalto se sentó calmadamente en el sillón del presidente de la Asamblea Legislativa y dijo: “Está claro quién tiene el control aquí”. Luego rezó y se retiró en silencio. Como todo un cabrón.
La capacidad de Bukele para doblegar voluntades y someter instituciones se cimenta en su popularidad. Pese a las críticas de la prensa nacional e internacional, Bukele es extraordinariamente popular —así como Chávez, particularmente en sus primeros pasitos autoritarios— y ha tenido índices de aprobación superiores al 90% durante buena parte de su mandato.
El paso que le falta ahora a Bukele es constitucionalizar su despotismo tropical-tuitero, algo para lo cual ya tiene un proyecto cuyo estreno está planeado para septiembre (siempre que el comezón autoritario no lo apure). En el mismo mes de 2020, el gobierno anunció una comisión liderada por el vicepresidente Félix Ulloa para elaborar un proyecto de reforma constitucional.
Aunque el gobierno aseguró que el objetivo es actualizar y perfeccionar la actual carta magna, descartando “eliminar la alternabilidad en el ejercicio de la presidencia de la república”, periodistas, académicos, políticos y líderes de la sociedad civil temen que Bukele busque usar la constitución para consolidar su poder y derogar el artículo 258 para poder reelegirse en el sillón presidencial.
En El Salvador no hay instituciones ni organizaciones con aparente capacidad de frenarlo. Estados Unidos no parece tener la voluntad de ir más allá de la presión diplomática, la OEA es fiel a su incapacidad para frenar regresiones autoritarias, y los demás gobiernos de la región esquivan la injerencia soberana. Una de las grandes incógnitas es si El Salvador exportará el autoritarismo a Guatemala y Honduras, las dos semidemocracias con las que el país comparte fronteras porosas, presidentes de derecha con tendencias autoritarias y altos políticos involucrados en corrupción
Un millenial tradicional
Aunque Bukele fue electo con sólo 37 años, el millenial abraza una tradición centenaria. Una considerable parte de los jefes de gobierno latinoamericanos que han dejado huella desde el siglo XX han manipulado las constituciones para satisfacer sus necesidades autoritarias. Las han eludido, suspendido, reformado o reemplazado para aumentar las atribuciones del presidente, quedarse más tiempo en el poder, o ambas.
Líderes tan emblemáticos como Juan Domingo Perón y Carlos Menem de Argentina, Evo Morales y Victor Paz Estenssoro de Bolivia, la dinastía Somoza y Daniel Ortega de Nicaragua, Marcos Pérez Jiménez y Hugo Chávez de Venezuela, Alberto Fujimori de Perú y Rafael Correa de Ecuador, por nombrar a algunos, han sido exitosos en sus afanes por extender su mandato. En la tierra de Bukele, Salvador Castañeda trató de extender su mandato en 1948 pero lo sacaron en un golpe militar.
En todo caso, la lista es larga. Según datos que he recolectado tanto de biografías presidenciales como de constituciones nacionales, entre 1945 y 2012 31 presidentes de todos los países latinoamericanos (excepto México) y de todos los regímenes políticos —democracias, semidemocracias, y dictaduras— intentaron en 40 ocasiones cambiar o reinterpretar la constitución para arrellanarse en el poder más allá de su mandato. Tuvieron éxito en 29 ocasiones.
¿Qué se puede esperar?
Predecir acontecimientos es aventurado. Protestas masivas o traiciones intestinas siempre pueden cambiar el rumbo de un gobierno autoritario. Pero el camino está despejado para que Bukele logre que este año El Salvador pase de ser una semidemocracia a una dictadura, tal como lo fue hasta 1992.
En El Salvador no hay instituciones ni organizaciones con aparente capacidad de frenarlo. Estados Unidos no parece tener la voluntad de ir más allá de la presión diplomática, la OEA es fiel a su incapacidad para frenar regresiones autoritarias, y los demás gobiernos de la región esquivan la injerencia soberana. Una de las grandes incógnitas es si El Salvador exportará el autoritarismo a Guatemala y Honduras, las dos semidemocracias con las que el país comparte fronteras porosas, presidentes de derecha con tendencias autoritarias y altos políticos involucrados en corrupción.
* Ignacio Arana es profesor asistente de Ciencia Política en la Universidad Carnegie Mellon. Doctor en Ciencia Política por la Univ. de Pittsburgh. Especializado en comportamiento presidencial y en el estudio comparado de las instituciones políticas de América Latina.