Por Oscar Medina
El fin de la democracia en Venezuela tiene una fecha precisa. Se la ha puesto la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos: 30 de julio de 2017.
Ese día se realizaron las elecciones de los aspirantes a integrar la Asamblea Nacional Constituyente, unos comicios en los que solo participaron votantes y candidatos del chavismo. Y con eso se concretó la única propuesta hecha por el presidente Nicolás Maduro ante la crisis de protestas, violencia y represión que sacudió a Venezuela este año: concentrar más poder gobernando a través de esa nueva instancia que está por encima de toda institucionalidad.
Por eso el uruguayo Luis Almagro lo dijo tan claro en su cuarto informe al Consejo Permanente de la OEA, presentado el 24 de septiembre con un título elocuente: “Denuncia sobre la consolidación de un régimen dictatorial en Venezuela”.
Ya antes, a partir del 20 de octubre de 2016 la organización civil Provea (Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos) comenzó a calificar al gobierno de Nicolás Maduro como una “dictadura moderna”. Y en este caso, la fecha marca como hito la suspensión del referendo revocatorio presidencial que intentó llevar a cabo la oposición venezolana en 2016 y que fue torpedeado por el Consejo Nacional Electoral imponiendo requisitos no estipulados en ninguna norma y finalmente desechando la consulta a través de decisiones judiciales.
“De esta manera, mediante la confabulación de tribunales penales obedientes a las orientaciones del Ejecutivo y un CNE igualmente sumiso, se frustró el proceso revocatorio, cerrando aún más el gobierno las vías electorales para dirimir la conflictividad política y permitir canalizar el descontento social por vías pacíficas”, dice un capítulo especial del más reciente informe de Provea. Cerrar esa válvula trajo consecuencias en 2017, un año decisivo en el cambio de la percepción internacional sobre Venezuela y el estado de su democracia.
Con la frustración del revocatorio en el ambiente, el Gobierno se volcó a reforzar su estrategia de anulación del Parlamento de mayoría opositora a través del Tribunal Supremo de Justicia. Y en una de tantas decisiones, el TSJ emitió –el 29 de marzo- dos sentencias que en la práctica anulaban las facultades del Parlamento y las traspasaban al propio TSJ o al Presidente de la República.
Luis Almagro desde la OEA le dio a esto el calificativo de “autogolpe”. Un coro de países se sumaron a la condena o expresaron su preocupación: Argentina, Perú, Colombia, Chile, Estados Unidos, México, Brasil y la Unión Europea, entre otros. Y en Caracas se gestaba una tormenta dentro del oficialismo: Luisa Ortega Díaz, para entonces Fiscal General de la República, declaró abiertamente el 31 de marzo que las sentencias del Supremo constituían una ruptura del orden constitucional.