Esperé hasta después de la tercera cita para pedirle a Claire que hiciera la prueba. Todo iba bien: con roces de manos y rodillas y acercábamos mucho nuestras cabezas al conversar. Para cuando me acosté esa noche me sentía llena de esperanza… y un poco de alcohol.
Claire quedó intrigada por el test de las 16 Personalidades, así que le envié el sitio web para que lo hiciera. En ese momento abrí la aplicación de Notas de mi celular y escribí mi predicción: “Claire, INFP”. Mi pronóstico era que sería alguien introvertida (I) que favorece la intuición (N), toma decisiones basándose en emociones (F) y se relaciona con la vida de una manera abierta y flexible (P).
La posibilidad de estar en lo correcto me esperanzó. Nadie tiene garantizado que va a encontrar el amor con una prueba, claro, pero al menos podemos mejorar nuestras posibilidades si lo intentamos con gente con quien ya tenemos cierta compatibilidad comprobada.
Llegó el mensaje de Claire con sus resultados, y justo como lo pensaba: INFP.
Le respondí con una captura de pantalla de la nota que había hecho; mi mensaje implícito era: “te veo tal como eres”.
“¿Así de obvia soy?”, me escribió. “¿O eres muy muy buena para esto?”.
“Lo segundo”, contesté. “Definitivamente lo segundo”.
Me obsesioné con el indicador del tipo Myers-Briggs (en internet se promociona como el test de 16 Personalidades) hace unos años, cuando empezó a desmoronarse mi matrimonio de casi dos décadas y buscaba algo que me ayudara a entender qué había salido mal. Mi esposo Adam y yo aún podíamos tomar decisiones juntos, pero habíamos perdido nuestro vínculo emocional, sobre todo para hablar de temas que no fueran cuestiones prácticas o de planeación.
¿Todas las relaciones de largo plazo llegaban a este punto o nuestra desconexión se debía a una incompatibilidad de fondo? Es lo que quería averiguar.
El indicador Myers-Briggs establece el tipo de personalidad a partir de ciertas preguntas; las respuestas determinan dónde quedamos dentro de cuatro categorías: cómo interactuamos con el mundo (extroversión o introversión), cómo procesamos la información (más por intuición o de manera sensorial), de qué forma tomamos decisiones (racional o emocional) y cómo organizamos nuestras vidas (un estilo calificador o uno perceptivo). El resultado final es un tipo con cuatro letras.
Empecé a buscar cuáles eran esas cuatro letras para todas las personas a las que conocía. ¿Qué me podrían decir sobre la persona? ¿Eran un código secreto, un reflejo de cómo las veía yo o una cortina de humo?
Mi creencia en lo poderoso que es el sistema viene del hecho que mi propio tipo —consistentemente obtengo el mismo resultado, sin importar cuántas veces haga la prueba o qué versión responda— es más que acertado. Mis letras, INTJ, se volvieron un ancla durante un periodo turbulento de incertidumbre.
También me dieron más perspectiva sobre por qué quería dejar al hombre con el que había pasado diecinueve años de vida y con quien tuve cuatro hijos. En los resultados de la prueba había una suerte de mapa desgastado del tesoro sobre las similitudes y diferencias entre nosotros, y seguir su rastro no nos llevó a las monedas de oro de nuestro aniversario de bodas, sino a un punto muerto.
Es beneficioso, sobre todo para establecer relaciones a largo plazo, buscar una combinación prometedora de similitudes y diferencias entre dos personas.
Cuando conocí a Adam, era una estudiante universitaria de Estados Unidos en Londres y él era un académico británico de veintitantos años. Él era en ese entonces básicamente igual a quien es ahora y yo también, pero es más difícil notar quién es realmente una persona durante el cortejo. Nuestras conversaciones durante esos días eran cautivadoras, pero después resultó que él no tendía usualmente a dialogar de esa manera.
El tipo de personalidad de Adam es ESTJ (extroversión, sensorial, racional, calificador). Compartimos las dos últimas letras, entonces estábamos de acuerdo para muchas cosas: un compromiso con el rigor intelectual, un escepticismo hacia las religiones organizadas y actitudes similares para temas de dinero. Ninguno de los dos quería tener hijos, hasta que ambos lo quisimos.
Pero nuestras diferencias —extrovertido contra introvertida o un modo de pensar y de comunicarse muy linear y concreto en comparación a mi tendencia a la abstracción y a ver patrones— con el tiempo se cristalizaron como fuentes de estancamiento de la relación en vez de crecimiento mutuo.
Puede ser cierto que los opuestos se atraen, pero ser tan contrarios en ciertos aspectos de una relación se vuelve problemático. En la tabla de compatibilidad entre personalidades del tipo Myers-Briggs, con niveles del 1 al 5, Adam y yo como pareja tenemos el segundo peor nivel.
Las cenas y los viajes en auto juntos se tornaron cada vez más silenciosos y forzados. Me preguntaba cómo había estado mi día, pero nunca parecía estar escuchando mis respuestas ni hacía nada para que avanzara la conversación. Yo anhelaba poder dialogar a partir de intuiciones compartidas y la discusión de ideas; él no parecía estar interesado en ese tipo de charlas.
Cuando nacieron nuestros hijos gemelos, como un coctel Molotov que se estrelló contra la familia, Adam no tenía la energía o la voluntad para entablar una conversación conmigo y yo lo necesitaba para sentirme conectada a él. Con el tiempo dejamos de hablar por completo, al menos de manera significativa.
La culpa no era de ninguno de los dos, a mi parecer: sencillamente éramos incompatibles en cuanto a cómo procesamos el mundo y lo interpretamos. No teníamos problema para escoger la escuela secundaria de nuestro hijo de forma lógica ni para lograr salir de la casa a tiempo con cuatro hijos revoltosos, pero al fin y al cabo esos factores compartidos de personalidad no fueron suficientes.
Después de una relación de largo plazo, la gente suele enamorarse de alguien muy distinto a su última pareja. Si el marido era malhumorado y desinteresado, la nueva persona será muy atenta y apacible. Si la esposa era extremadamente analítica y algo distante, la nueva persona será efusiva y alguien que actúa sin pensarlo mucho.
Cuando empecé a tener citas en línea, desde un inicio recurrí a los tipos de personalidad justamente por esa razón: para cambiar lo que no había funcionado en mi relación pasada.
Claire fue de las pocas personas a las que quise conocer en la vida real. Ella y Adam no comparten ni una sola letra de su tipo Myers-Briggs. Ella era similar a mí y diferente a mí de maneras completamente novedosas, lo que me emocionaba. Poco después de conocernos le escribí a una amistad para contarle sobre Claire.
“¡Vas a romper con el patrón!”, me respondió, en referencia sobre todo a que Claire es más joven que yo. En el pasado solía involucrarme solo con personas de mayor edad, a veces mucho mayores que yo, y nunca había salido con una mujer.
“¡Tiene tatuajes!”, le conté. La primera vez que conocí a Claire, sus brazos ya estaban entintados, y luego, entre la primera y segunda cita, apareció un nuevo tatuaje. Entre la segunda y la tercera, se hizo una perforación en la nariz.
Fueron cambios que denotan espontaneidad, algo que me sorprendió e impresionó. Yo aún estaba meditando si hacerme el primer tatuaje, el que había planeado para mi cumpleaños 40, en noviembre del año anterior; la piel vacía de mi muñeca era un recordatorio de lo cauta que suelo ser.
Claire era la impetuosidad para mi quietud; llegó tarde a mi época de dejarme flotar y me alcanzó en mi era de tender a anclarme. Aunque lo que compartíamos era más que esas diferencias: las primeras dos letras en la escala de Myers-Briggs, que confirman una intensidad e introspección mutua, una manera similar de conversar, de pensar y de conectar. Se sentía como un encaje perfecto.
Unos meses después de que nos conocimos me dijo que ella había estado saliendo con alguien más durante todo ese tiempo, lo que me dejó pasmada. No porque crea que la gente no deba salir con más de una persona a la vez, sino porque pensé que éramos tan similares en cierto modo que, por ende, ella tampoco iba a salir con alguien más.
Después de que me contó sobre la otra persona, me mandó varios mensajes de texto a modo de explicación: “Nunca voy a encajar en tu vida”, “Te voy a decepcionar” y, finalmente, “Eres superior a mí de muchísimas maneras”. (Me imagino que era su manera de decir: “No eres tú, soy yo”).
Claro que no soy superior a ella, aunque quizá parte de mi personalidad es mostrarme como si lo fuera. Los INTJ somos un grupo intenso y puntilloso, somos difíciles de complacer.
A Adam le tomó años llegar a la conclusión de que no iba a poder cumplir mis expectativas. A Claire le tomó meses.
El tatuaje que no me hice iba a ser la palabra arete, en griego antiguo; significa, entre otras cosas, excelencia. Pero la excelencia no es una meta realista para el romance. Tampoco lo es la compatibilidad perfecta.
En el amor, podemos intentar hacernos pruebas, predecir y explicar todo, pero los vínculos románticos siempre serán una cuestión intrincada por naturaleza. La química, la historia compartida y los momentos oportunos (o inoportunos) no caben en una tabla comparativa ni en una hoja de datos. Aún así, me cuesta trabajo dejar de lado la idea de que es beneficioso, sobre todo para establecer relaciones a largo plazo, buscar una combinación prometedora de similitudes y diferencias.
Así que mis cuatro letras están bien desplegadas en mi perfil de citas en línea. Todavía quiero saber desde un inicio cuál es el tipo de personalidad de una posible pareja. Mi intención no es minimizar las complejidades amorosas, ni intentar que así el amor sea más fácil. Solamente espero que sea más probable.
Lauren Apfel, escritora con sede en Glasgow, Escocia, es cofundadora y directora ejecutiva de Motherwell.