Que se salve El Salvador de los salvadoreños, pueblo heroico al que hicieron obtuso las ideologías y al que le nacieron cataratas en los ojos a base de fuetazos, represión, etnocidios y torturas.
No existe país más sufrido en Centro América que El Salvador, tras dos siglos de desasosiego los amaneceres sólo son la idea de lo que puede ser la esperanza. El máximo impedimento de su desarrollo es su clase política que pulula parasitaria enquistándose en el presupuesto de cada quinquenio para convertirlo en cadáver viviente, eso sí, con vocación democrática.
Y no obstante su desnutrición, El Salvador es hermoso, tierra siempre fiel con cielos claros, volcanes azules, ojos de agua, milpas, cafetales y enorme pequeñez.
Yo me quedo con sus ceibas, sus árboles de fuego y morro, sus araucarias, tuyas y cipreses, sus torogoces que alguna vez vi camino a Santa Ana, sus chiltotas gordas y anaranjadas, sus pericos chocoyos y catalnicas, y sus cusucos y tortugas en plena extinción.
Y me quedo con los túneles de la carretera del litoral, los riscos atiborrados de flores camino a Alegría en Usulután, la playa del Balsamar, la vista de los Planes de Renderos, el calor de San Miguel, los fríos de Apaneca y las alturas del Chichontepec.
Y me quedo con las pupusas de chicharrón y de queso con loroco, sus frijoles rojos los mejores del mundo, el requesón de Armenia, la crema y el queso de Sonsonate, los mariscos de La Libertad, las mojarras de Ilopango, los chorizos de Cojutepeque, el chicharrón de San Vicente, los panes con chumpe de la señora de la esquina, los cocteles de conchas, las guayabas de carne roja, los mangos del patio de mi casa, los jocotes corona, los guineos de seda, los perotes y los mamones en temporada.
Y me quedo con la lotería de Atiquizaya, las artesanías de La Palma, las obscenidades de barro de Ilobasco, las fiestas del Salvador del Mundo, la navidad con todo y silbadores, “el Chele cuca macarrón que no aguanta ni un trompón” que me gritaron los niños de Santiago Texacuangos y el Águila del Pelé Zapata.
Y, además, me quedo con la ingenuidad de Salarrué, la irreverencia de Roque Dalton, la perfección de Hugo Lindo, la mordacidad de Horacio Castellanos Moya, la imaginación de Jacinta Escudos, los búhos de César Sermeño y la bandera de Roberto Galicia.
Y, por si fuera poco, me quedo con la originalidad de René Rodas, el entusiasmo de Alejandro Cotto, la autenticidad de Otoniel Guevara, el virtuosismo de Jorge Galán, el talento de Javier Alas, los análisis de Rafael Lara Martínez, la visión de Miguel Huezo Mixco y la sencillez de David Escobar Galindo.
Y, también, me quedo con el coraje de cada uno de los combatientes que intentaron cambiar su patria, la determinación de los que se ganan la vida dentro y fuera del territorio, me quedo con los que viven y los que mueren.
Porque El Salvador es mucho más que asesinatos, delincuencia, sectas y religiones, partidos políticos y voracidad empresarial, el paisito somos todos los que lo queremos ver mejor.