El Salvador no merece un futuro donde el miedo a las pandillas sea reemplazado por el miedo al propio Estado

by Redacción

Por Luis Vazquez-BeckerS

Las calles de El Salvador han sido, durante décadas, escenarios de una batalla silenciosa y a menudo sangrienta. Una batalla librada no solo contra la pobreza endémica y la desigualdad histórica, sino también contra dos flagelos que, de diferentes maneras, han cercenado el futuro y la dignidad de su gente: las pandillas y las sombras del autoritarismo. En este contexto, las contundentes declaraciones de figuras como Noah Bullock, exdirector de Cristosal y un incansable defensor de los derechos humanos, resuenan con una verdad innegable: El Salvador merece algo mucho mejor que ambos.

Bullock, a lo largo de su trayectoria, ha sido una voz crítica y fundamentada sobre la compleja realidad salvadoreña. Sus análisis, a menudo, han subrayado la intrínseca conexión entre la debilidad institucional, la impunidad y el florecimiento de grupos criminales como la MS-13 y Barrio 18. No es un secreto que la incapacidad del Estado para proporcionar seguridad, justicia y oportunidades dignas a sus ciudadanos creó un vacío que las pandillas llenaron con violencia y control territorial. La extorsión, los asesinatos, el reclutamiento forzado y el desplazamiento interno se convirtieron en la cruel normalidad para vastas franjas de la población, especialmente para los más vulnerables.

Sin embargo, la erradicación de las pandillas, un objetivo loable y deseado por la inmensa mayoría de los salvadoreños, no puede ni debe ser la excusa para socavar los cimientos de una sociedad democrática. Las recientes estrategias de seguridad, aunque han logrado una disminución significativa de la violencia homicida, han venido acompañadas de serias preocupaciones sobre el respeto a los derechos humanos y el debido proceso. Las denuncias de detenciones arbitrarias masivas, tortura, muertes bajo custodia estatal y la suspensión de garantías constitucionales, documentadas por organizaciones de derechos humanos, plantean interrogantes fundamentales sobre el costo humano de la pacificación.

Es aquí donde la advertencia implícita en las palabras de Bullock cobra su mayor relevancia. La lucha contra la criminalidad, por apremiante que sea, no puede justificar la deriva hacia un gobierno con tintes autoritarios. La concentración de poder en una sola figura, el debilitamiento de los contrapesos institucionales como la Asamblea Legislativa y el Órgano Judicial, y la creciente restricción de la libertad de prensa y expresión, son síntomas preocupantes. Un Estado que, bajo la bandera de la seguridad, sacrifica las libertades individuales y el Estado de derecho, corre el riesgo de convertirse en un opresor tan formidable como las pandillas que pretende combatir.

El Salvador ha sufrido demasiado. Ha sido testigo de una guerra civil que desangró a una generación, y luego de la consolidación de un poder criminal que mantuvo a la población bajo su yugo. La promesa de un país libre de violencia y extorsión es un anhelo legítimo. Pero esa promesa no puede cumplirse a expensas de la justicia, la transparencia y el respeto a la dignidad humana.

Las declaraciones de Noah Bullock, y las de tantos otros defensores de los derechos humanos, son un recordatorio crucial: El Salvador no merece un futuro donde el miedo a las pandillas sea reemplazado por el miedo al propio Estado. Merece un gobierno que garantice la seguridad sin pisotear los derechos, que construya un futuro de prosperidad basado en el imperio de la ley y la participación ciudadana, no en la imposición unilateral. El camino hacia una paz duradera y una verdadera democracia en El Salvador exige un equilibrio delicado, uno que preserve las libertades mientras combate eficazmente el crimen, y que nunca confunda la mano dura con la justicia. El pueblo salvadoreño, que ha resistido tanto, se lo merece.

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