El conflictivo matrimonio del periodismo con la literatura divide a la crítica literaria en dos grandes bloques: los que celebran ese contagio fertilizante y los que deploran sus efectos pervertidores. A mediados del siglo XIX, Saint-Beuve deploraba la industrialización de las letras provocada por el auge de la novela folletinesca en los diarios con grandes tirajes. Más adelante Cyril Connolly lanzó un anatema similar en el ensayo Los enemigos de la promesa, que adolece, para mi gusto, de un tufillo catequista. “La literatura se escribe para leerse dos veces y el periodismo sólo una”, dictaminó con pesar, pues él mismo fue un galeote de las redacciones. Como escribir sin la mira en la posteridad era condenarse al olvido, aconsejaba a los escritores huir del burdel donde se malograba el talento. Pero en vista de que algunos clásicos antiguos y modernos forjaron sus armas en ese lupanar (Daniel Defoe, Voltaire, Hemingway, García Márquez), muchos críticos modernos tienden a juzgarlo con más clemencia. Para separar el trigo de la cizaña valdría la pena dilucidar a qué tipo de talento le hace más daño la faena periodística. ¿Quiénes la consideran una esclavitud y quienes, en cambio, se hacen escritores gracias a ella?
Tradicionalmente, los poetas han objetado con mayor ahínco la nociva influencia del periodismo, no sólo por su desdén aristocrático a la opinión pública, sino porque la filigrana verbal es incompatible con la escritura a vuelapluma. En la Francia del Segundo Imperio, los cenáculos literarios condenaban el periodismo porque obligaba a transigir con el gusto burgués, el peor sacrilegio que podía cometer un poeta (no los avergonzaba, en cambio, lambisconear a los aristócratas para obtener una beca vitalicia en la Academia). En sus charlas con los hermanos Goncourt, el parnasiano Théophile Gautier, que había preconizado en su juventud el heroico aislamiento en la torre de marfil, se quejaba amargamente de haber envilecido su talento escribiendo para los diarios, una máquina trituradora que le había secado la inspiración.
Baudelaire no quería seguir sus pasos y se resistió durante mucho tiempo a colaborar en los periódicos de París, pero necesitaba desesperadamente dinero para sus vicios, y para no perder amistades a punta de sablazos condescendió a escribir crónicas. Su caso demuestra que un reportero con alma de poeta puede lograr maravillas cuando interioriza el tráfago citadino sin perder el rigor literario. El resultado de su vagabundeo fue el nacimiento del poema en prosa. El spleen de París, una colección de instantáneas en las que un mago de la palabra va registrando lo que ve por la calle, no sólo fecundó la poesía obligándola a darse un baño de pueblo: su lenguaje transfigura la crónica y eterniza lo efímero.
Casi todos los modernistas latinoamericanos cultivaron asiduamente el periodismo y la mayoría vivieron de él, incluyendo a Rubén Darío. Algunos, como Martí y Gutiérrez Nájera, escribieron crónicas memorables, pero muchos consideraban el periodismo un trabajo forzado que los alejaba de la musa. Cuando Darío se despertaba crudo, dos o tres veces por semana, tenía que recurrir a los amigos para que le escribieran su crónica para La Nación de Buenos Aires. Más de una vez, Amando Nervo le echó la mano en esos apuros, mientras él dormía la mona. Pese al odioso carácter obligatorio de su trabajo, todos se esforzaban por hacer literatura en los periódicos. Esto sale a relucir, sobre todo, en la obra de Gutiérrez Nájera, donde la técnica reporteril fecunda la poesía: “La Duquesa Job”, por ejemplo, es una crónica en verso con el encanto frívolo de un minué.
López Velarde nunca vivió del periodismo (fue maestro y burócrata), pero cuando pudo cultivarlo por deporte, sin menoscabo de su necesidad expresiva, escribió los magníficos poemas en prosa de “El minutero”. Como en el caso de Baudelaire, la inmediatez de la prensa lo indujo a ocuparse de temas que tal vez nunca hubiera tocado en sus versos. En el siglo XX, la tradición de los poetas periodistas tuvo en México un formidable continuador: Salvador Novo, que se ufanaba de haber ennoblecido esa forma de prostitución. Es increíble que haya escrito a vuelapluma las formidables crónicas semanales que más adelante recopiló su joven admirador José Emilio Pacheco. En ellas se reinventó como figura pública, utilizó el autoescarnio para defenderse de sus enemigos (nadie podía ridiculizarlo mejor de lo que se había ridiculizado a sí mismo) y retrató una época donde ocupaba un lugar parecido al de Velázquez en Las meninas.
De modo que ni McLuhan tenía razón cuando dijo que “el medio es el mensaje”, ni es del todo cierto que el periodismo mata el talento de los poetas, pues algunos logran sobrevivir a esa prueba de resistencia.