La generación y difusión deliberada (y a menudo encubierta) de información falsa con el fin de influir en la opinión pública u oscurecer la verdad es tan vieja como la humanidad. La razón de su popularidad parece evidente: con la ayuda de la desinformación, el poder en sus diversas facetas (personal, político, económico, militar…) se puede ganar, prolongar o destruir.
La primera “fake news”, de hecho, surgió con algo tan habitual como el rumor, mecanismo ancestral bajo el que subyacen dos resortes primarios, curiosidad y ambición. Mediante el rumor, convergen los intereses simultáneos del emisor y receptor. Ambos poseen una información supuestamente no conocida por los demás, y eso les concede un estatus especial frente al resto, que puede ser utilizado en su beneficio.
Apuntes históricos.
El desarrollo de los medios de comunicación y el auge del periodismo generalizaron el acceso a la información, pero también profesionalizaron el rumor y multiplicaron la capacidad de desinformar sirviendo a intereses espurios. Un magnífico artículo de Robert G. Parkinson en el Washington Post describe como las noticias falsas forman parte de la historia estadounidense, ya desde la misma fundación de la república:
“En 1769, John Adams (uno de los padres fundadores de los EEUU) escribió alegremente en su diario sobre pasar la noche ocupado con ‘un empleo curioso. Cocinando Párrafos, Artículos, Ocurrencias, etc. – ¡trabajando en el Motor político!’. Adams, junto con su primo Sam y un puñado de otros patriotas de Boston, estaban difundiendo historias falsas y exageradas para minar la autoridad real en Massachusetts”.
El primer uso registrado públicamente de la palabra “desinformación”, según Merriam-Webster, data de 1939, en una descripción de las actividades de inteligencia nazi, aunque la palabra y su práctica se asocian más a menudo con la Unión Soviética y sus servicios de inteligencia. Mucha gente piensa que “desinformación” es una traducción literal de la llamada “dezinformatsiya” soviética, término supuestamente usado por la KGB en la década de los 50 para denominar un departamento de distribución de falsas noticias y propaganda. La CIA norteamericana, por su parte, daba cumplida respuesta con acciones similares.
No obstante, ha sido con el boom de las tecnologías de la información y de las redes sociales cuando la difusión de noticias falsas ha alcanzado una visibilidad global, empezando con la crisis de Ucrania y alcanzando su punto culminante durante la campaña presidencial estadounidense, donde las principales “fake news” tuvieron mucho más seguimiento en Facebook que las correspondientes historias reales.
Algunos datos
Hace unos días recuperaba en un hilo de Twitter algunas informaciones significativas sobre el tema que nos ocupa, recopiladas por Naja Bentzen, del Servicio de Investigación del Parlamento Europeo. Aludíamos a la definición de “fake news” ofrecida por el diccionario australiano Macquarie: “Desinformación y falsificaciones publicadas en Internet con fines políticos o para impulsar el tráfico web”. Según el diccionario, el término expresa “una evolución interesante en la creación de contenido engañoso como forma de aglutinar a las personas en una dirección específica”, fenómeno que cualquier visitante asiduo de las redes sociales puede comprobar sin mucho esfuerzo.
Algunos datos para la reflexión:
De acuerdo con el diccionario Collins, el uso del término #fakenews se ha incrementado un 365 % desde 2016.
De media, un 46% de los ciudadanos de la Unión Europeasiguió las noticias por redes sociales durante 2016.
SEIS de cada DIEZ noticias compartidas en las redes se transmiten SIN ser leídas previamente.
Una investigación de la Universidad de Standford ha demostrado que la mayoría de estudiantes jóvenes con conocimientos digitales tienen dificultades para identificar “fake news”.
Con tales mimbres, no es de extrañar la facilidad con los que tantos internautas sucumben al hechizo de las noticias falsas, especialmente diseñadas para ser compartidas y difundidas de manera viral, incluso por usuarios cultos y teóricamente bien informados. Que levante la mano el lector que no haya caído alguna vez en ellas (quien suscribe, varias). Algo que conocen muy bien y aprovechan tanto actores estatales como no estatales para utilizarlo en contra de adversarios o competidores.
Los “malos” de la película
Si hay una nación que ha adquirido notoria maestría en la guerra moderna de la desinformación, esta es, sin duda, Rusia. La campaña rusa de “fake news” tiene sus raíces en la ya mencionada “dezinformatsiya” de la KGB, que manipulaba a los medios distribuyendo documentos y fotografías falsificados, creando y difundiendo rumores engañosos para perturbar las decisiones de los países occidentales, exacerbar conflictos, forzar alianzas y enmascarar las verdaderas intenciones del poiltburó.
Similares artimañas, pero con mucho mayor potencial tecnológico, fueron y siguen siendo utilizadas por Rusia en su conflicto contra Ucrania y la Unión Europea como parte de su guerra híbrida, en la que sin llegar al enfrentamiento abierto, se combinan acciones de desinformación, subversión y vulneración de la legalidad doméstica o internacional para debilitar al objetivo. Una estrategia aplicada también por Rusia en Georgia, Crimea, Estonia, Finlandia y Suecia, entre otros países. De hecho, en febrero de 2017, el propio Ministro de Defensa ruso, Sergey Shoigu, reconoció que en 2013 se había establecido una fuerza dedicada a la guerra de la información dentro de su ministerio.
Igual de notorio fue el protagonismo de Moscú en la última campaña presidencial estadounidense, tal y como atestigua un informe de la inteligencia norteamericana de enero de 2017. El pasado agosto, EE.UU. impuso nuevas sanciones a Rusia por dicha interferencia electoral. Semanas más tarde, los abogados de Facebook, Google y Twitter testificaron ante el Capitolio sobre el mismo asunto: hasta 126 millones de usuarios de Facebook podrían haber visualizado contenido producido y difundido por agentes rusos. Por su parte, Twitter declaró que había descubierto 2.752 cuentas controladas por rusos, y que más de 36.000 “bots” rusos produjeron 1,4 millones de tuits durante las elecciones. Finalmente, Google reveló que había encontrado en Youtube 1.108 videos con 43 horas de contenido relacionado con la injerencia rusa.
Tampoco España se ha librado de la intrusión del Kremlin en sus asuntos domésticos. La unidad dedicada a la lucha contra la desinformación en la Unión Europea detectó un aumento de información falsa publicada en ruso y en español sobre la crisis política en Cataluña, especialmente en el periodo previo y posterior al controvertido (e ilegal) referéndum sobre la independencia. Tal actividad se entremezcló con las “fake news” emanadas de los propios medios independentistas (algunos altamente subvencionados) y de los activistas partidarios de la secesión. Unos y otros (y también un nutrido grupo de contrarios) inundaron las redes sociales y no pocos titulares domésticos e internacionales con basura informativa. De ello se hicieron eco, si bien días después y cuando el daño ya estaba hecho, relevantes cabeceras extranjeras, como The Guardian, el Washington Post, Le Monde, la BBC, France 24 o Politico. Mención aparte merece Julian Assange y su patética participación en la campaña catalana de “fake news”.
No obstante, para ser justos, debemos reseñar que no solo Rusia se dedica a estos menesteres. Según el último informe “Freedom of the Net 2017” de Freedom House, gobiernos de 30 países producen y difunden contenidos para distorsionar a su favor la información que circula en internet. Entre ellos destacan los regímenes de Turquía, Venezuela y Filipinas, que también emplean ejércitos de “formadores de opinión” para difundir iniciativas gubernamentales, impulsar determinadas agendas y contrarrestar las críticas al gobierno en las redes sociales. Según el informe, en los últimos años esta práctica se ha vuelto mucho más generalizada y técnicamente más sofisticada, con robots, generadores de propaganda y medios de comunicación falsos que explotan las redes sociales y los algoritmos de búsqueda para garantizar una alta visibilidad y una integración perfecta con contenidos de confianza.
En definitiva: pintan bastos.
Un conflicto asimétrico
En un anterior artículo dedicado a la importancia de la comunicación estratégica del estado, apuntábamos la necesidad de actuar rápidamente ante noticias falsas y campañas de desinformación, con datos verificables y descripciones claras y comprensibles. Pero no basta con decir simplemente que algo es falso u ofrecer una breve explicación. La clave, según diversos expertos, está en proporcionar los medios para que la audiencia reconozca por sí misma el engaño. Y para lograrlo, es necesaria mucha ejemplaridad, además de recursos financieros, personal y dedicación suficientes. Los que juegan sucio suelen ir por delante y tienen la ventaja competitiva de la desvergüenza, cuando no de la impunidad.
En este sentido, Facebook y Google han lanzado funciones de verificación de datos, siguiendo el veterano ejemplo de plataformas como FactCheck.org(creada en 2003). Medios como Le Monde han puesto en marcha su propio servicio de comprobación de “fake news” (Décodex) y, junto con otras relevantes cabeceras, forman parte de FirstDraft, organización sin ánimo de lucro dedicada a mejorar habilidades y estándares en el intercambio de información en línea. Twitter ha tomado también (pocas) cartas en el asunto, prohibiendo los anuncios de las compañías estatales rusas de medios RT y Sputnik, por los ya referidos intentos de interferencia en las elecciones norteamericanas. En junio de 2017, Alemania aprobó una ley que exige que Facebook y otras plataformas tecnológicas eliminen discursos de odio en 24 horas, bajo amenaza de multas millonarias. El parlamento del Reino Unido, por su parte, lanzó una investigación sobre noticias falsas en enero este año. En la misma línea se halla la mencionada Unidad de Comunicación Estratégica del Servicio Europeo de Acción Exterior. Por primera vez, la Unidad recibirá fondos del presupuesto de la UE dedicados directamente a este propósito.
Algo se mueve, en suma, en esta lucha desigual contra las “fake news”. Según Duke Reporter’s Lab, actualmente existen 114 equipos dedicados a la verificación de noticias en 47 países, frente a los 44 de 2014. Por otra parte, las posibilidades que abre la Inteligencia Artificial en esta área resultan prometedoras.
Nosotros, también
Aunque gobiernos, instituciones y medios tienen una clara responsabilidad en el empeño, no debemos olvidar nuestra propia e irrenunciable cuota de compromiso personal. Al fin y al cabo, los ciudadanos de a pie somos la principal correa de transmisión sin la cual la maquinara de la desinformación se vendría abajo. Por ello es tan necesario poner de nuestra parte. Unos simples consejos pueden ayudarnos mucho:
Usar “fact checkers” como los descritos en este artículo. Evitar los sitios conocidos por publicar y difundir noticias falsas. Investigar SIEMPRE los enlaces que siguen a un titular. Si no hay fuente original o acreditada, mejor no compartir la noticia. Un corta y pega en el buscador Google contribuye mucho a despejar las malas hierbas informativas. Valorar el tono y las frases clave del texto. Las hipérboles, los párrafos furiosos, los insultos y las groserías son siempre son buenas señales de aviso. Precaución, amigo navegante.Ubicación, ubicación y ubicación. Verificar que quien dice estar en un sitio concreto, lo está realmente. Aunque de nuevo, mucho ojo:las VPN pueden ser usadas también para engañarnos. Verificar la fecha y hora de las noticias, tuits o posts. ¿Son coherentes con lo que se cuenta?Cuidado con las imágenes: ¿Corresponden a la noticia? ¿Están alteradas o fuera de contexto? Mantener un sano grado de escepticismo con los datos y los gráficos. De nuevo: ¿son coherentes y plausibles? ¿De dónde proviene la fuente?
Tales consejos se resumen en uno: ante la duda, no difundir. Tengámoslo muy en cuenta durante los próximos días. Nos espera un intenso bombardeo mediático con las elecciones catalanas del 21D, y sin duda vamos a ver mucha porquería.
Una última advertencia: están las “fake news”, pero también el mal periodismo. Y éste puede ser tan desinformativo, disruptor y dañino como aquellas. No es algo baladí: como apuntaba el legendario periodista Billy Don “Bill” Moyers, “la calidad de una democracia y la calidad del periodismo están estrechamente interrelacionadas”. Por tanto, no demos pábulo a las noticias falsas, pero tampoco otorguemos voz al periodismo de baja estofa. Como todas las cosas importantes de la vida, no nos resultará fácil, pero ¿quién dijo miedo?
Never surrender, queridos lectores.