Por Alfredo Serra
Calígula, tercer emperador romano vivió y reinó muy poco: murió asesinado a sus 29 años después de creerse un dios durante sus apenas 4 años de poder absoluto, sangre derramada, escándalos sexuales, incestos y un número de ejecuciones –ordenadas algunas, personales otras– casi incalculables.
No por nada Suetonio, en su célebre libro Vida de los Doce Césares, hace un decisivo quiebre al terminar la primera parte: «Hasta ahora hemos hablado del hombre; hablemos ahora del monstruo».
Y no lo fue menos Cayo Julio César Augusto Germánico, llamado «Calígula» por la soldadesca de su padre, Germánico, uno de los más grandes generales de la historia de Roma.
Niño apenas, lo acompañaba en sus campañas militares vestido con uniforme y calzado con las caligas –botas– de los legionarios, que dieron el llamarlo «calígula» (botitas).
Tiberio –el emperador bajo cuyo reinado fue crucificado Jesucristo– era padre adoptivo de Germánico, el glorioso general, y esa relación lo impulsa, cerca ya su muerte –16 de marzo del 37– a decidir que el Imperio Romano quede en manos de Calígula y Tiberio Gemelo, su nieto y primo de Calígula.
Pero –¡ay del poder compartido!– el primo del monstruo no tarda en morir «en extrañas circunstancias». Pero de extrañas, nada: Calígula ordena su asesinato y mata dos pájaros de un tiro: trono y herencia pasan a su poder omnímodo. ¡Y tiene apenas 25 años!
Pocos, pero suficientes para que una cadena de errores políticos y económicos (fastuosas obras públicas que dejan exangües las arcas), arrastre a Roma y a sus hijos a la escasez y la hambruna.
Pero a grandes males, peores remedios: variante del popular dicho. Lejos de trazar un plan de austeridad dejando atrás los onerosos espectáculos circenses y teatrales por los que delira…, le pide dinero a la plebe. Limosna, sí. Como quien pasa el cepillo en las iglesias o ruega colectas para los desesperados.
En lo único que no ahorra es en el acero mortal. Anexa la provincia de Mauritania, pero no tarda en asesinar a su monarca «por su fracaso en la conquista de Britania».
Hay tensiones con el pueblo judío, pero su megalomanía redobla la provocación y la crisis: hace erigir una estatua con su efigie… frente al Templo de Jerusalén.
Su locura se precipita. En la campaña contra las tribus britanias le exige a su ejército que, en lugar de atacarlas y no dejar ser vivo alguno… recojan conchas como tributo que, según sus delirantes ensoñaciones, esas aguas le debían a la Colina Capitolina y al Monte Palatino.
Ante Calígula y su reinado casi no hay divergencias entre los historiadores, salvo algunos que le reconocen algunas mejoras edilicias. Pero a un todopoderoso emperador de la antigua Roma, del mismo modo que a un edil mayor del siglo XXI, se le exige mucho más que barrido, alumbrado y limpieza…
Se ha dicho que su maldad y su crueldad infinitas, a la luz de la medicina moderna, se debía a tres posible causas: encefalitis, epilepsia o hipertiroidismo. Sin embargo, el maldito, siglos antes, definió su demencia con una palabra inventada: adiatrepsia, y la describió como «la desfachatez que nos permite imponer por la fuerza hasta el más salvaje de nuestros deseos».
Como fue de temer desde un principio –desde que usaba aquellas pequeñas «calígulas» en sus pies– su poder cruzó todos los límites humanos y divinos: relaciones incestuosas con sus hermanas, también obligadas a prostituirse, y posiblemente el mismo y repugnante cuadro con sus cuatro esposas: Junia Claudilla, Livia Orestila, Lolia Paulina y Milonia Cesonia. Por caso, a Livia Orestilia la violó en la ceremonia de esponsales… ¡y la repudió pocos días más tarde!
Con tanta sangre corriendo, como el agua, bajo los puentes, la suerte de Calígula estaba echada: a sus 29 años y en el cuarto de su reinado, el 24 de enero del 41, fue apuñalado en el Monte Palatino por un grupo de conspiradores pretorianos y senadores al mando del prefecto Casio Querea… de quien Calígula se burlaba sin cesar llamándolo «afeminado» y «el peor recaudador de impuestos del imperio, un incompetente sin igual». Acaso por eso, se dice que la primera puñalada fue de Querea…
Aun caliente su cadáver, y para restaurar la República, los pretorianos ungieron emperador a Claudio, tío de Calígula… que inmediatamente mandó matar a los asesinos de su sobrino.
A diferencia de Nerón, que al morir con una espada clavada en su cuello dijo «¡Qué artista pierde el mundo!», no hay constancia de que Calígula haya derramado unas últimas palabras. Pero lo había hecho, más audaz y megalómano, al presentarse ante el pueblo de Roma… ¡como un dios! Y como todo dios de ese cariz, con caprichos funambulescos: en su caso, la devoción por su caballo Incitatus, al que otorgó un cargo político en el Senado. En verdad, más de uno: cónsul y sacerdote.
Los augures no tardaron en encontrar similitudes esotéricas: Julio César apuñalado en el 44 Antes de Cristo por treinta conspiradores liderados por Casio Longino, y Calígula muerto de igual modo y por igual número de conspiradores al mando de Casio Querea… Con una diferencia, sí. Ante el cadáver de Julio César en la escalinata de la Curia de Pompeyo, Marco Antonio desplegó un memorable discurso –imprescindible leer la versión de Shakespeare en su tragedia Julio César–, elogió sus virtudes, y levantó en odio y venganza al pueblo, que se lanzó contra los asesinos. En cambio, el cuerpo yacente y ensangrentado de Calígula desató una masacre sin destinatarios: la furia y el dolor de sus guardaespaldas germanos fue un contagioso tifón de sangre y acero no sólo contra los conspiradores: cayeron de a decenas senadores, funcionarios menores, y hasta simples e inocentes almas que acertaron a pasar cerca…
Y como feroz contrapartida, los conspiradores que pudieron huir descargaron su ira matando a puñaladas a Milonia Cesonia, la última esposa de Calígula, y destrozaron la cabeza de su hija, Julia Drusila, estrellándola contra un muro.
Según Suetonio, el cuerpo de Calígula fue escondido por sus hermanos hasta que pudieron cremarlo y guardar sus cenizas. La urna permaneció en el Mausoleo de Augusto hasta el año 410, durante el saqueo de Roma: un caos que dispersó esas cenizas para siempre.
¿Por qué Calígula fue el monstruo que fue?
Según Suetonio, por la epilepsia que padeció en su juventud, «que lo impulsaba por las noches a hablar con la luna».
Juvenal, en cambio, sostiene que «alguien le hizo tomar una poción que lo volvió loco» .
Plinio el Viejo recuerda que «Calígula no aprendió a nadar, pese a que era un arte obligatorio de la educación imperial, porque la luz reflejada en el agua podía provocarle un ataque mortal».
Su precoz llegada al trono generó una fiesta brutal: durante los tres primeros meses de su reinado… fueron sacrificados en su honor, ¡más de ciento sesenta mil animales! Lo que empezó con sangre, terminó con sangre. Y siguió con palacios fastuosos, templos, teatros, anfiteatros, acueductos –obras maestra de ingeniería–, enormes circos, el monumental Obelisco Vaticano, puentes, vías de agua que Calígula atravesó a lomo de Incitatus y portando la coraza de Alejandro Magno (la robó en el Museo de Alejandría), y se hizo construir uno de los dos mayores barcos del mundo antiguo. El suyo, un palacio flotante con pisos de mármol y un prodigioso sistema de cañerías para asegurarse agua fría y caliente en todo tiempo y latitud…
Lugares que recorrió vestido de dios y semidiós, haciéndose llamar Hércules, Mercurio, Venus, Apolo, Júpiter…, incluso en el Senado.
Fuentes contemporáneas (Filón de Alejandría y Séneca el Joven) fueron tajantes: «Calígula era un demente irascible, caprichoso, derrochador, enfermo sexual, se acostaba con las esposas de sus súbditos, mataba por pura diversión, sus gastos desmesurados causaban hambruna, y convirtió su palacio en un burdel».
Nada más que agregar, Su Majestad.
(Post scriptum: a la luz de la política moderna de más de medio mundo, sus escándalos, sus trapisondas, su corruptela, su escaso apego al trabajo –toda tarea es mucha, todo sueldo es poco–, sus privilegios, algunos de sus disparatados proyectos, y lo que es peor, la degradación de la política como arte superior creado, entre otras muchas cosas, para propender al bien común, cabe preguntarse si Calígula cometió un disparate, una risible locura, al nombrar cónsul a su caballo Incitatus. Creo, y acaso muchos coincidan conmigo, que el buen equino hizo mucho menos daño que tantas testas coronadas sentadas en los escaños de los parlamentos…)