Maryn McKenna vive cerca de Gainesville, en el estado de Georgia, «la autodenominada capital avícola del mundo, donde nació la industria moderna del pollo». Con una producción anual de 1.400 millones de aves para consumo, es el contribuyente mayor al total de 9.000 millones de pollos que cada año se crían en los Estados Unidos.
Y sin embargo, nunca escucha a los pollos piar.
«Uno puede dar vueltas en automóvil durante horas sin saber siquiera que se halla en el corazón de la tierra del pollo, excepto que le toque ir detrás de un camión colmado de jaulas con aves en ruta desde los ocultos graneros de paredes sólidas donde se los cría hasta las plantas de matanza enrejadas donde se los convierte en carne», escribió en Big Chicken, un nuevo libro sobre por qué esa manera de producirlos es un problema tan grande como el cambio climático.
Los pollos no se crían por el sabor de su carne, sino por su abundancia. Otro factor esencial es el tiempo: se crían a toda velocidad. Un elemento contribuye a ambas cosas: «Consistentemente, a lo largo de décadas, hemos alimentado a los pollos, y casi a cualquier otro animal para carne, con dosis rutinarias de antibióticos cada día de sus vidas».
De ese modo, el animal que solía ser activo en una granja es ahora un bicho que se mueve lentamente y crece mucho, «un bloque sólido de proteína». Sucede con la mayoría de los animales para consumo humano: en el mundo, publicó la periodista, se utilizan en ellos 63.151 toneladas de antibióticos.
«Los granjeros comenzaron a usarlos porque los antibióticos permitían que los animales convirtieran más eficazmente el alimento en músculo sabroso; cuando ese resultado hizo que fuera más irresistible apretujar más individuos en graneros, los antibióticos protegieron a los animales contra las enfermedades».
Esta tendencia comenzó con los pollos en 1971. Los precios bajaron tanto que el ave se convirtió en la carne más consumida en los Estados Unidos. «Y también en la carne más propensa a transmitir enfermedades, y resistencia a los antibióticos, que es la crisis de salud lenta pero más importante de nuestra época».
No se piensa en la resistencia a los antibióticos como una epidemia oculta, sino como algo extraño e infrecuente, que le puede pasar a los ancianos o a las personas desgastadas por una enfermedad crónica. «Pero las infecciones resistentes son un problema vasto y común que sucede en todas partes en nuestra vida cotidiana: a los niños en las guarderías, a los atletas en edad de competición, a los adolescentes que se hacen piercings, a la gente que se mantiene saludable en el gimnasio», reveló McKenna.
Causan al menos 700.000 muertes anuales en el mundo, 23.000 de ellas en los Estados Unidos, 25.000 en Europa, más de 63.000 en bebés en la India. Y un total de 2 millones de casos de enfermedades solo en los Estados Unidos. «Se prevé que hacia 2050 la resistencia a los antibióticos costará al mundo USD 100 billones y causará una impactante cantidad de 10 millones de muertes por año».
Las bacterias desarrollaron defensas contra los antibióticos desde que se utilizó la penicilina, en la década de 1940. La tetracilina, la eritromicina, la meticilina y la cefalosporina tuvieron un tiempo de auge seguido por la resistencia. «De hecho, a medida que pasan las décadas parecen adaptarse más rápidamente que antes», advirtió la autora de Big Chicken. Eso podría causar un futuro de pesadilla, donde algo tan simple como la extracción de una muela se podría convertir en un peligro de infección grave.
Aunque durante mucho tiempo se creyó que el contraataque de las bacterias se debía al mal uso de los antibióticos, en realidad desde que se presentó esa familia de drogas se ha utilizado en la cría de animales para consumo. «El 80% de los antibióticos que se venden en los Estados Unidos y más de la mitad de los que se venden en el mundo se usan en animales, no en humanos», escribió McKenna. Y no se usan cuando se enferman, como entre las personas, sino rutinariamente en su alimentación y su agua.
Cuando las bacterias vencen al antibiótico en los animales, están listas para vencerlo en los humanos: son las mismas drogas.
«La resistencia al antibiótico es como el cambio climático», comparó la periodista de Georgia. «Es una amenaza apabullante, creada a lo largo de décadas». Y del mismo modo que el cambio climático, genera conflictos de intereses: para una parte de la humanidad es importante contar con proteína barata para alimentarse, aunque los países desarrollados puedan comenzar a arrepentirse del modo en que se llegó a eso.
McKenna señaló ejemplos positivos de cambio: en los Países Bajos, los granjeros se comprometieron a no usar antibióticos y probaron que es posible lograr una producción a escala industrial. Algunas empresas en los Estados Unidos, como Perdue Farms, también lo hicieron.
«Todos esos logros son letreros que señalan la dirección en la que debe ir la cría de pollos, reses y cerdos, y el pescado de piscifactoría: hacia una forma de producción en la cual los antibióticos se utilicen tan escasamente como sea posible: para curar a los animales enfermos, pero no para engordarlos o cuidarlos preventivamente», observó la autora.
En su perspectiva, el empleo correcto —igual al del uso en humanos: ante una infección, en la dosis adecuada y durante un tiempo limitado— «es la única manera de equilibrar la utilidad de los antibióticos y el riesgo de resistencia».