Hoy no es un Día de Acción de Gracias cualquiera. Al menos no lo es para los miles de militares estadounidenses que custodian la frontera con México y que no estarán con sus familias para cenar el clásico pavo relleno. Tampoco lo es para los miles de centroamericanos que escapan de las pandillas, del hambre, y que marchan en fila hacia la defendida frontera, como si del otro lado de la cerca estuviese la ansiada salvación. Mucho menos lo es para tres familias salvadoreñas que, en lugar de sumarse a esas sufrientes caravanas, antes de fin de año encontrarán su cobijo en Uruguay.
El Salvador está en plena erupción, y no precisamente por los 50 volcanes que se levantan en su territorio. En menos de lo que dura un día —uno cualquiera como el de Acción de Gracias—, diez personas son asesinadas y 196 se ven obligadas a desplazarse. No en vano Amnistía Internacional tildó al Triángulo Norte de Centroamérica —la conjunción de El Salvador, Guatemala y Honduras— como una de las zonas «más peligrosas del mundo». Y de ahí que para el gobierno uruguayo —en acuerdo con Naciones Unidas— sea prioritario darle una resguardo a algunos de los que huyen de esa odisea.
Las tres familias que llegarán en los próximos días, se sumarán a las cuatro que Uruguay trajo en diciembre pasado y que hoy viven en una zona rural, cerca de ciudades. Al principio iban a alojarse en el interior profundo, aprovechando que algunos de ellos son campesinos y que el campo uruguayo está despoblado. Pero, según fuentes de la Comisión para los Refugiados (CORE), «no hubo una buena recepción de algunos de los gobiernos locales».
El programa por el que Uruguay trae a estos refugiados se llama, técnicamente, «reasentamiento solidario». Se trata de «alivianar» entre los distintos países la carga que implica los desplazamientos forzados. Cada dos segundos una persona se ve obligada a desplazarse en el mundo como resultado de los conflictos y la persecución. Y, según la agencia de Naciones Unidas especializada en refugiados (Acnur) entre quienes están refugiados, más de la mitad son menores de 18 años.
Las escuelas públicas uruguayas tienen hoy seis niños salvadoreños, dos de ellos menores de cinco años. El que sean familias con menores de edad fue uno de los pedidos expresos del gobierno.
Por lo general, a quienes se ayuda en un reasentamiento ya han escapado de la zona de persecución directa y están bajo la protección de Naciones Unidas a la espera de ser acogidos en un nuevo país, en este caso en Uruguay.
Tanto el gobierno como Acnur expresaron estar «satisfechos con el proceso de integración de las primeras familias», dijeron a El País los voceros de la agencia cuya base regional está en Buenos Aires. Eso sí, aclararon que este «es un proceso continuo que requiere del esfuerzo constante de los refugiados, del aporte de muchos actores de gobierno, autoridades locales, la sociedad civil y las comunidades receptoras».
El acuerdo original firmado por el gobierno y Acnur consistía en reasentar a diez familias provenientes del Norte de Centroamérica como parte de un plan piloto de dos años a partir de marzo de 2017. Pero cuestiones logísticas y cierto temor del «qué dirán» por parte de la Cancillería hizo que el proceso se enlenteciera.
Uruguay había firmado un primer acuerdo, el 22 de febrero de 2016, en el que se comprometía a facilitar los mecanismos de protección a quienes escapan del Triángulo Norte de Centroamérica, al menos permitiéndoles el resguardo transitorio hasta que encuentren un lugar seguro. Ese tiempo podía ir entre tres y nueve meses, según el documento que llevaba la rúbrica del exvicecanciller José Luis Cancela.
Un documento posterior estableció que el Estado se encargaría de la vivienda de los reasentados por, al menos, dos años, hasta que estuviesen insertados y pudieran autofinanciarse. Como se trataba de casas cedidas por el Ministerio de Vivienda, Uruguay apenas debía aportar unos $ 1.500 mensuales por familia. Pero los recortes de gastos hicieron que esa ayuda se cortara.
Con información de El País