El buzón de voz esperaba en el teléfono de Amy una mañana de febrero de 2019, una llamada perdida de su hijo de 18 años la noche anterior. Cuando Amy, una madre de Connecticut que solo se identifica por su nombre de pila para proteger la privacidad de su familia, reprodujo el mensaje, escuchó la voz de pánico de su hijo.
“Mamá -dijo- mi cara no deja de crisparse. Siento que voy a morir. Estoy atrapado en otra dimensión y no puedo salir”.
Aterrorizada, Amy llamó a la policía del campus de la Universidad de Delaware. Le encontraron dormido en su dormitorio. Sólo un ataque de pánico, le dijeron.
Pero ella sabía que no era así. Cuando habló con su hijo William, identificado por su segundo nombre para proteger su intimidad, le dijo: “Lo siento. Creo que he fumado demasiada hierba”.
Su hijo, un chico increíblemente inteligente, respetuoso con las normas y cariñoso como un hermano mayor, había empezado a experimentar con la marihuana en el primer año de instituto, cuenta Amy. Le dijo que lo ayudaba con su ansiedad social, que se intensificó cuando fue a la universidad, donde empezó a fumar marihuana casi todos los días. Pero el mensaje de voz era la primera vez que William mostraba síntomas psicóticos. Unos dos meses después, volvió a llamar: Estaba atrapado en otra dimensión y temía morir.
“Mi marido decía: ‘Esto no es por la hierba, no puede ser, la hierba no haría esto’”, cuenta Amy. “Pero yo había empezado a investigar sobre la psicosis inducida por el cannabis y decía: ‘Esto es lo que está pasando’”.
Esa sensación de incredulidad -”la hierba no haría esto”- es frecuente entre los padres que han visto cómo el consumo de cannabis de sus hijos adolescentes derivaba en adicción. Pero el panorama del consumo de marihuana entre los adolescentes se ha transformado radicalmente en las décadas transcurridas desde que los padres de hoy eran adolescentes, y es posible que muchos miembros de la Generación X y de la generación del milenio no sean conscientes de lo que eso significa. Un porro típico fumado hace décadas contenía menos de un 4% de THC, el compuesto psicoactivo de la marihuana que provoca la sensación de colocón. En la actualidad, la flor de cannabis seca contiene una media de entre el 15% y el 20% de THC, mientras que los productos de alta potencia más populares entre los adolescentes, como los aceites concentrados de THC, los comestibles, las ceras y los cristales, suelen contener entre un 40% y más de un 95% de THC, un aumento astronómico de la potencia que puede tener un impacto significativo en el cerebro adolescente en desarrollo.
¿Mientras tanto, el número de adolescentes estadounidenses que consumen estos productos se ha disparado en los últimos años. Una investigación publicada en 2022 por la Universidad de Salud y Ciencia de Oregón encontró que el abuso de cannabis en adolescentes en los Estados Unidos ha aumentado alrededor de un 245% desde 2000; un estudio de 2022 de la Escuela de Salud Pública Mailman de la Universidad de Columbia encontró que el vapeo en particular ha aumentado en popularidad; ese mismo estudio también encontró que en 2020, el 35% de los estudiantes de último año de secundaria y el 44% de los estudiantes universitarios informaron haber consumido marihuana en el último año.
Aunque cada vez más familias se enfrentan a la nueva y compleja realidad del consumo de cannabis entre los adolescentes, persiste una percepción cultural anticuada de la droga: La marihuana es medicinal, es natural, no es peligrosa.
Eso es lo que pensó Laura Stack cuando su hijo de entonces 14 años, Johnny, le dijo que había probado la marihuana en la fiesta de un amigo cerca de su casa en Colorado en 2014, el mismo año en que los dispensarios de marihuana abrieron por primera vez en su estado. “Me dije: ‘Es solo hierba’”, cuenta.
Recuerda lo que le dijo a su hijo en ese momento: “‘Gracias por decir la verdad, pero por favor, no vuelvas a hacer eso nunca más; arruinarás tu brillante mente’”. En privado, sin embargo, no estaba muy preocupada. “La había consumido cuando estaba en el instituto, así que me dije: ‘La he consumido, estoy bien, está claro que no me ha hecho daño’”, dice. “No tenía ninguna urgencia al respecto. Era tan ignorante”.
Johnny era un niño superdotado y bien adaptado, dice Stack, un estudiante excelente con una puntuación perfecta en el SAT de matemáticas y una beca para la Universidad Estatal de Colorado. Pero cuando estaba en el último curso del instituto, empezó a vapear y a “dabbear” (inhalar aceite de THC altamente concentrado) varias veces al día, y su vida se desmoronó. Desarrolló paranoia, que derivó en psicosis, y pasó por distintos programas de tratamiento y hospitalizaciones mientras su familia intentaba desesperadamente ayudarle a volver a ser él mismo. Finalmente se le diagnosticó trastorno por consumo de cannabis y psicosis inducida por cannabis; nunca dio positivo por ninguna otra droga. Le pusieron medicación antipsicótica, que ayudó, hasta que dejó de tomarla. En noviembre de 2019, Johnny saltó hacia su muerte desde lo alto de un aparcamiento.
Stack ha contado la historia de su hijo innumerables veces a estudiantes de secundaria y a sus padres como fundadora de Johnny’s Ambassadors, una organización sin ánimo de lucro que pretende educar a padres y adolescentes sobre el peligro del consumo de marihuana entre los jóvenes. “Cuando hacemos una noche de padres o un acto comunitario, y pregunto al público: ¿Cuántos de vosotros sabéis lo que es el ‘dabbing’? Sólo levantan unas pocas manos. Y los que levantan la mano dicen: ‘Ah, creía que te referías al movimiento de baile’”, explica. “Estos padres no lo saben. Son tan inconscientes como yo”.
A medida que se desarrolla una adicción, los padres suelen describir un patrón común de declive y desvinculación, la distorsión del sentido de sí mismo y de la personalidad de un adolescente a medida que se aleja de las cosas que antes le importaban. M., un padre de California identificado por la inicial de su segundo nombre para proteger la privacidad de su familia, vio cómo le ocurría esto a su hijo menor, S., también identificado por la inicial de su segundo nombre. S. era un hijo bondadoso y cariñoso, dice su padre, un estudiante aplicado y un atleta estrella que iba camino de conseguir una beca en una escuela de primer nivel; soñaba con convertirse algún día en profesional.
S. empezó a experimentar con la marihuana en segundo de bachillerato. “Sabía que su hermano mayor fumaba y que su hermana mayor también lo hacía”, cuenta M.. “Le picaba la curiosidad. Y está en todas partes. Es legal, ¿no? Es natural, ¿verdad? No es metanfetamina ni heroína”. M. sentía que tenía una idea de lo que consumían sus hijos: “Crecí en el ambiente de la marihuana y fumé hierba, fumé mucha hierba”.
Pero el producto preferido de su hijo no eran los mismos cogollos que M. conocía; S. se inclinaba porlos cartuchos de cannabis para vapear, aceites aromatizados que no dejaban olor en el aire, por lo que sus padres no detectaban cuando fumaba. A medida que progresaba su consumo, alimentado en parte por lesiones deportivas, su comportamiento empezó a deteriorarse, y se volvía cada vez más hostil cuando sus padres expresaban preocupación. Entonces, una noche de febrero de 2022, S. no se presentó a un acto escolar, y la policía llamó más tarde para decir que lo habían encontrado vagando por un barrio cercano, sin camiseta en un clima casi glacial, consumido por delirios paranoicos.
Durante los meses siguientes, cuenta M., la familia sufrió una sucesión de episodios traumáticos que han dejado secuelas duraderas: Hubo un día en que S. fue hospitalizado por primera vez, cuando llamó por FaceTime a su hermana mayor llorando y le dijo que sus padres querían llamar a la policía para que lo llevaran a urgencias; la hija de M. lloraba mientras intentaba calmar a su hermano pequeño, diciéndole: “Necesitas ayuda”. Hubo una segunda vez en que S. experimentó síntomas psicóticos, cuando M. dice que su hijo parecía “demoníaco”, explicando con una certeza tranquila y escalofriante que su madre había sido parcialmente poseída por un espíritu maligno y que él necesitaba “matar” esa parte de ella. Hubo una vez en que M. llevaba a su hijo a casa y S. no paraba de rogar a su padre que cambiara de carril repetidamente, porque estaba convencido de que conducir detrás de ciertos coches haría que dejara de picarle el cuerpo.
Este tipo de relato representa un desenlace extremo -muchos adolescentes, incluidos los dos hermanos mayores de S., podrían consumir marihuana sin experimentar nada tan grave-, pero los síntomas psicóticos en sí no son una rareza entre los adolescentes y jóvenes que consumen marihuana, afirma Sharon Levy, directora del Programa de Adicción y Consumo de Sustancias en Adolescentes del Hospital Infantil de Boston y profesora asociada de pediatría de la Facultad de Medicina de Harvard.
“Veo niños con síntomas psicóticos todo el tiempo”, dice. “No significa que todos tengan trastornos psicóticos, pero da miedo”. En 2018, su equipo publicó una carta en la revista médica JAMA Pediatrics después de encuestar a más de 500 niños durante sus exámenes físicos anuales. A 70 adolescentes que indicaron que habían consumido marihuana “mensualmente o más” en el último año se les hizo una pregunta de seguimiento: ¿Habían experimentado alguna alucinación o paranoia? “Estos síntomas son realmente síntomas psicóticos”, dice Levy, “y el 60 por ciento de estos chicos dijeron que sí, que habían experimentado uno o ambos”.
El impacto se produce en un espectro, dice Levy: Hay niños que pueden experimentar alucinaciones, delirios o paranoia como síntoma agudo que se resuelve en cuanto dejan de estar bajo los efectos. Hay adolescentes que experimentan síntomas psicóticos persistentes, pero que pueden identificarlos como tales, como uno de los pacientes recientes de Levy, una adolescente que creía que objetos domésticos le hablaban, pero reconocía que no podía ser real. Y luego están los niños como S., que desarrollan psicosis que persisten, y que ya no reconocen que están disociados de la realidad.
“Esa es la forma más grave, y la que ocurre con menos frecuencia”, dice, “pero creo que a medida que se pasa a grados menores de esto, en realidad es bastante común”.
Los adolescentes son más vulnerables que los adultos al impacto del THC, afirma Levy, porque el compuesto afecta a partes del cerebro -el hipocampo, el córtex prefrontal- que aún están en fase de desarrollo estructural durante la adolescencia. El THC imita una clase de sustancias químicas que el cuerpo produce de forma natural, dice Levy, sustancias químicas que guían el desarrollo de las neuronas en un cerebro adolescente. “El desarrollo cerebral es un proceso muy, muy complicado que no comprendemos del todo, pero sabemos qué zonas del cerebro son realmente ricas en estos receptores”, afirma. Cuando el THC se une a esos sitios, “interfiere, desordena el sistema”.
El impacto duradero de esta interferencia está bien documentado, afirma Levy. “Sabemos desde hace mucho tiempo que los niños que consumen productos derivados del cannabis durante la adolescencia tienen peores resultados en general: Tienen menos probabilidades de terminar la escuela, de casarse y formar su propia familia, no les va tan bien en el trabajo.”
Cualquier compuesto psicoactivo tiene potencial adictivo, afirma Levy, y aunque es cierto que algunas personas pueden beber alcohol o consumir marihuana sin desarrollar un trastorno por consumo de sustancias, la edad del consumidor y la potencia del producto importan: “Cuando se trata de sustancias adictivas, la dosis importa, y la rapidez con que llega al cerebro”, afirma. “Estos productos muy potentes son mucho más adictivos”.
El consumo recreativo de cannabis es ilegal para los menores de 21 años en EE.UU., pero algunos estudios indican que los niños pueden acceder más fácilmente a la droga en los estados donde se ha legalizado. Algunos padres señalan que sus hijos obtuvieron la droga por primera vez a través de amigos o hermanos mayores que habían obtenido una tarjeta de cannabis medicinal cuando cumplieron 18 años.
“El dramático aumento en el consumo de cannabis en adolescentes en 2017 realmente coincide con la ola de despenalización en el país”, dice Adrienne Hughes, autora principal del estudio de la OHSU y profesora asistente de medicina de emergencia en la Facultad de Medicina de la OHSU. Además de hacer la droga más accesible, dice, la legalización también ha “contribuido a la percepción de que es segura”.
Levy cree que el problema no es la legalización en sí, sino la falta de regulación suficiente (Vermont y Connecticut son los únicos estados que limitan la potencia de los productos con THC). En algunos estados, dice, “la industria está muy implicada en regularse a sí misma… lo que significa que cada vez hay más productos disponibles, y hay más mensajes confusos para la población”. El resultado, dice, es que “la marihuana es cada vez más aceptada por padres y niños, y también es más peligrosa”.
Pero incluso para los niños a los que se ha diagnosticado psicosis inducida por el cannabis, dice Levy, hay esperanza de recuperación; si se mantienen sobrios, sus cerebros tienen potencial para curarse.
Eso es lo que M. y su familia esperan fervientemente. M. calcula que ha gastado más de 100.000 dólares en facturas de hospital, ambulancias y rehabilitación para intentar salvar a su hijo, al que diagnosticaron trastorno por consumo de cannabis y psicosis inducida por cannabis. S. lleva unos dos meses ingresado en un centro de recuperación de California, y va mejor, dice M., pero aún le quedan meses de tratamiento por delante.
Hay momentos en los que M. puede volver a imaginar un futuro para su hijo: Quizá S. vaya a la universidad, cuando esté preparado. Quizá estudie un idioma extranjero; S. ha dicho a veces que le gustaría vivir en el extranjero, para alejarse de la marihuana. “He aceptado el hecho de que puede que no vuelva a hacer deporte”, dice M., “pero realmente espero que lo haga, porque es algo que le ancla. Le centra. Pero no sé qué va a pasar”.
El resto de la familia también sigue recuperándose. “Es todo tan traumático. Todos tenemos trastorno de estrés postraumático (TEPT), todos tenemos culpa, todos estamos en terapia”, dice M. “Esto es lo que le pasa a una familia”.
Amy, la madre de Connecticut, dijo que vio a su hijo “deshacerse lentamente” durante sus años universitarios mientras su consumo de marihuana continuaba acelerándose, lo que llevó a un brote psicótico en noviembre de 2021. Durante el año siguiente, William entró y salió de salas de emergencia, salas psiquiátricas y centros de tratamiento, dice, un tiempo que describe como una oscuridad que todo lo consume.
“Hablaba con todos los médicos del estado y del país, con todos los centros residenciales de tratamiento”, dice Amy. “Mi propósito en la vida era mantenerlo con vida hasta que pudiéramos conseguirle un tratamiento que pegara”. Le diagnosticaron un trastorno grave por consumo de cannabis, y los médicos dijeron a Amy que sus síntomas psicóticos podían deberse a un trastorno bipolar o a una psicosis inducida por el cannabis; la única forma de estar seguros, dijeron, era ver si los síntomas remitían una vez que estuviera sobrio durante un período prolongado.
Finalmente, en octubre, Amy y su marido se llevaron a su hijo, que ahora tiene 22 años, a Florida, donde está recibiendo tratamiento en un centro de rehabilitación para pacientes internos. Amy y su marido se alojan en casa de unos parientes cercanos; Amy prometió a su hijo que se quedaría cerca, que esperaría a que mejorara.
“Dicen que el cerebro puede tardar un año entero en curarse”, explica. “Su mejoría es enorme, pero aún le queda mucho camino por recorrer”.
En los tres años transcurridos desde la muerte de Johnny Stack, Laura Stack ha visto crecer la demanda de sus presentaciones. Ahora hay más de 10.000 padres embajadores afiliados a su organización sin ánimo de lucro, dice, y un grupo de apoyo para padres de adolescentes con psicosis inducida por el cannabis ha crecido hasta tener más de 500 miembros. Se ha vuelto experta en recitar las últimas investigaciones y las estadísticas más sorprendentes. Ha aprendido qué compartir y qué decir para ayudar a encauzar las vidas de los jóvenes en una dirección más segura.
Pero cuando reflexiona sobre su propia historia, todavía hay preguntas que no está segura de cómo responder. ¿Habría importado si no hubieran vivido en un lugar donde era tan fácil para su hijo acceder a estos productos? “Pero está en todas partes”, dice, “así que realmente no importa dónde vivas”. Luego vacila: “Aunque no lo sé. Ojalá me hubiera mudado”. Se queda callada un momento. “Lo que sé”, dice, “es que habría hecho cualquier cosa”.
Con información de The Washington Post