Las documentadas revelaciones periodísticas de que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, negoció con la principal banda criminal de su país, la Mara Salvatrucha 13 (MS-13), varios beneficios, incluyendo la modificación de leyes, a cambio de un descenso en la violencia y apoyo en las próximas elecciones, obligan al mandatario a dar amplias explicaciones y a la justicia del país centroamericano a investigar sobre su proceder y aportar la mayor transparencia posible sobre las conversaciones que han mantenido funcionarios de su Gobierno con los pandilleros.
De acuerdo con la documentación hecha pública por el periódico digital El Faro, el presidente de El Salvador habría negociado con los líderes de la MS-13 —que figura en la lista de organizaciones terroristas del Departamento de Estado de EE UU— una rebaja en sus actos violentos, lo que tuvo como consecuencia directa una drástica disminución del número de asesinatos en el que es considerado uno de los países más violentos del mundo. En los cinco primeros meses de 2019 estos ascendieron a 1.345, mientras que en el mismo periodo de este año han descendido hasta los 519. Bukele se presenta como un abanderado de la eficacia contra la inseguridad y evidentemente estas cifras respaldan su discurso político ante una ciudadanía azotada por una inseguridad extrema.
El problema, más allá del método y el precio a cambio de resultado, son las formas y la falta de transparencia. Gobiernos que antecedieron al de Bukele negociaron con las pandillas en una senda similar a la del mandatario, y el fracaso llevó al país a su año más violento. No se trata solo de los presuntos beneficios penitenciarios para la MS-13, sino de la derogación de leyes y la promesa de nuevas ventajas para la organización en caso de victoria en las elecciones legislativas del próximo febrero. Si el Gobierno decide que el camino pasa por conversar con los violentos, debe ser transparente y nunca convertirse en rehén de quien pretende socavar al Estado.
Bukele llegó a la presidencia de El Salvador en junio del año pasado como un representante de la nueva política, con un lenguaje moderno en las formas y los fondos y como un soplo de aire fresco frente a un sistema de partidos imperante desde que el país centroamericano recuperó la democracia en 1982. Pero en este poco más de un año de mandato ha dado muestras de una deriva autoritaria caracterizada por un abierto enfrentamiento a los poderes Legislativo y Judicial cuyo punto más extremo fue la ocupación militar del Parlamento el pasado mes de febrero. El escándalo ahora conocido daña terriblemente a la Jefatura del Estado y es obligación de Bukele esclarecer completamente los hechos, no solo por su propio futuro personal, sino por el bien de las mismas instituciones de la democracia salvadoreña.