El modelo autoritario de Nayib Bukele y el desafío latinoamericano

Mientras América Latina lucha contra dictaduras de izquierda, como la de Maduro en Venezuela, la de Ortega en Nicaragua o el régimen castrista en Cuba, surge en el horizonte un modelo autoritario sin deriva ideológica.

Siguiendo el análisis de olas democráticas y contra-olas autoritarias de Huntington, la humanidad podría estar «tocando fondo» en la tercera contra-ola autocrática. Esta se habría iniciado en 1999, con las respectivas llegadas al poder de Putin en Rusia y Chávez en Venezuela, y habría sido alimentada en 2001 por los atentados del 11 de septiembre.

Esto sugiere que, en los próximos años, las fuerzas autoritarias podrían debilitarse y las democráticas fortalecerse, acercándonos al comienzo de la cuarta ola democrática. ¿Son el estancamiento de Rusia en Ucrania y la desaceleración económica china indicios de la gestación de un nuevo proceso democratizador? ¿Acaso fue el fracaso del intento golpista de Trump, del 6 de enero de 2021, un anticipo del declive del autoritarismo?

Ahora bien, incluso si esto fuera así, podrían existir dinámicas regionales que contrarrestaran estas tendencias globales. Además, el análisis de olas no debe interpretarse de forma determinista. La magnitud, fuerza y duración de cada ola y contra-ola dependen de nosotros, los seres humanos. No hay garantía de que las olas democráticas sean siempre más fuertes y duraderas que las contra-olas autoritarias, como ha sucedido hasta ahora.

Lo anterior implica que, sean cuales sean las tendencias globales, no debemos descuidarnos ante ningún modelo autoritario. Y el de Nayib Bukele es, nos guste o no, uno de ellos. Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil y Javier Milei en Argentina pueden considerarse «primos ideológicos» de aquel, o acaso simples admiradores. Empero, ninguno ha consolidado —ni se ha acercado a ello, al menos por ahora— un régimen autoritario como el de El Salvador.

La situación en ese país distaba mucho de ser idílica cuando Bukele llegó al poder. Las instituciones eran ineficientes y corruptas y la violencia era moneda corriente. No se discute aquí la conveniencia de la mano dura contra las pandillas y el crimen organizado. Esa es una necesidad imperiosa de toda Latinoamérica. Lo que se indaga en este artículo es pura y exclusivamente la naturaleza autoritaria del sistema de gobierno establecido con la excusa de dicha firmeza anti delictiva.

El 27 de marzo de 2022, tras una escalada de 87 homicidios en un fin de semana, el gobierno salvadoreño estableció un régimen de excepción. Era innegable, por entonces, que se precisaba de una guerra frontal contra el crimen. Con unos 6 millones de habitantes, El Salvador contaba con 120,000 pandilleros: un auténtico ejército criminal del 2% de la población. Para darnos una idea, ese es el tamaño de las fuerzas armadas de países como Filipinas, España o Venezuela, bastante más poblados que la nación centroamericana. De hecho, el ejército de El Salvador contaba con solamente 21,000 militares en 2021.

Declarada la guerra contra las pandillas y el estado de excepción, se pasó de 17 homicidios cada 100,000 habitantes en 2021 a solo 8 en 2022 y unos 2 en 2023. Más de 78,000 presuntos pandilleros fueron detenidos en los dos años siguientes, hasta marzo de 2024. El éxito inmediato en materia de seguridad es incuestionable. Le pregunta que queda flotante es a qué costo y si había otro modo de lograrlo.

Es preciso tener en cuenta que los homicidios cada 100,000 habitantes venían bajando vertiginosamente en El Salvador desde años anteriores: 103 en 2015, 81 en 2016, 60 en 2017, 51 en 2018, 36 en 2019 y 20 en 2020. Esto no le quita mérito a Bukele, pero sí plantea dudas sobre si se podía seguir aumentando la firmeza contra el crimen sin caer en prácticas políticas autoritarias.

En concreto, las principales de estas fueron la reelección de Bukele como presidente de manera ilegal, la instauración de prácticas sistemáticas de culto a la personalidad, la manipulación de los distritos y las reglas electorales y la destitución de los jueces del tribunal constitucional y del fiscal general (quien investigaba, entre otras cosas, un supuesto acuerdo del gobierno con el crimen organizado).

Mauricio Ramírez Landaverde, el ex director de la policía salvadoreña, ayudó a destapar los acuerdos políticos que las pandillas MS13 y Barrio 18 habrían hecho con funcionarios del presidente Bukele. Lo apresaron en 2021 por un caso que la fiscalía no pudo probar y le negaron la atención médica que necesitaba. Asimismo, en diciembre de 2023 un tribunal ordenó otorgarle el arresto domiciliario por haber cumplido el tiempo máximo de detención provisional, que es de dos años. Pese a ello, la Dirección General de Centros Penales (DGCP) no acató la orden judicial y el imputado permaneció ocho meses más en el Centro Penal La Esperanza, hasta que, recientemente, el tribunal reiteró su decisión. La Fiscalía puso el 15 de agosto un recurso de revocatoria contra la orden judicial de otorgarles la libertad, pero no se ha informado sobre el resultado.

El anterior no es el único caso de detención ilegal de alto perfil político en el gobierno de Bukele. Otro ejemplo es el de Alejandro Muyshondt, ex asesor de seguridad que denunció corrupción interna y vínculos con el crimen organizado. Fue apresado y acabó falleciendo en la cárcel. Por su parte, Ernesto Muyshondt, ex alcalde de San Salvador y ex diputado por el partido de derecha ARENA, guarda prisión provisional por más de tres años sin acceso a un juicio justo. El juez le ha decretado arresto domiciliario, el cual no fue cumplido por parte de la Dirección General de Centros Penales (DGCP).

En 2024, en el marco de juicios llevados a cabo en Estados Unidos contra integrantes de la mara Salvatrucha, trascendió que habían negociado beneficios ilegales con el gobierno de Bukele. Entre ellos, el haberlos ayudado a fugarse a Estados Unidos. Esto provocó que el propio Trump, afín ideológicamente a Bukele, expresara en un discurso durante la Convención Republicana que el presidente centroamericano había mentido y que su éxito estadístico se debía a un acuerdo con las pandillas para que se fueran al país del Norte.

En El Salvador —hay que decirlo— se instauró una dictadura. No hay división de poderes ni Estado de Derecho. El presidente puede actuar en contra de la ley con completa impunidad, e incluso perpetuarse en el poder de forma anticonstitucional. Esto quiere decir que, mientras Bukele continuó y profundizó como nunca en varias décadas la tendencia a la baja de los homicidios, que venía dándose desde 2015, también les generó a los salvadoreños un nuevo problema: el del autoritarismo político. Ahora ya no temen tanto por los asesinatos y abusos de las maras o pandillas, pero tienen motivos para empezar a temer por agresiones arbitrarias y atropellos de parte del Estado. ¿Puede convertirse el gobierno de Bukele en una gran banda criminal al mando del poder estatal, como ocurrió en Venezuela?

Es un error creer que para aplicar la mano dura se requiere de un Estado autoritario. La concentración y suma del poder público de parte de Bukele está gestando un grave problema a futuro. En una dictadura, el propio Estado tiende a convertirse en una mafia u organización criminal, al tiempo que se multiplican los espacios para la corrupción y la infiltración del Estado por parte de las asociaciones ilícitas. El pueblo salvadoreño debe aspirar, sin dudas, a un modelo de democracia liberal con mano dura. De lo contrario, sin haber terminado una guerra, deberán empezar otra.

Amnistía Internacional y el Movimiento de Víctimas del Régimen han denunciado “detenciones arbitrarias”, presuntos “atropellos”, “torturas” y “muertes” en prisión. Según un informe de la primera, hay 327 desapariciones forzadas y 235 muertes bajo custodia estatal. Organismos humanitarios cuestionaron la detención de inocentes al amparo del régimen de excepción, que permite arrestos sin orden judicial.

Alguien podrá alegar que es mejor estar sometido por el Estado que por pandillas criminales. El problema es que eso es una falsa disyuntiva. Los países más pacíficos y seguros son democracias liberales estables y consolidadas. Es cierto que el autoritarismo de Bukele puede haber acelerado la pacificación y salvado vidas en el corto plazo. Empero, a mediano y largo plazo, el autoritarismo puede traer problemas múltiples y crecientes tanto en la economía como en la misma seguridad. Además, si se profundizara el culto a la personalidad, podríamos tener un sistema que tienda al totalitarismo, el cual sería mucho más difícil de desmantelar que las propias pandillas.

Latinoamérica necesita mano dura contra el crimen organizado y calidad democrática. Debemos aspirar a ambas cosas. No son incompatibles y, a la larga, se necesitan mutuamente. Cabe agregar una fuerte integración y cooperación internacional en materia de seguridad. Debemos evitar caer en una nueva forma de autoritarismo. De lo contrario, el remedio podría acabar siendo igual o peor que la enfermedad. Podríamos estar metiéndonos en un nuevo problema de extrema gravedad sin haber terminado de resolver el anterior.

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