Cuando el sable de Luke Skywalker brilla en 4K

Con un tamaño muchas veces superior a la realidad, de titán homérico, Luke Skywalker presiona el botón y prende su sable láser. El núcleo de su arma es de un blanco cegador. El aura azulada que lo rodea envuelve las cercanías en un azul cobalto. Se siente real, como si por un momento el hechizo de la pantalla hubiera obrado el sueño de siempre: que la magia exista.

La magia es también tecnología. Lo pude comprobar este viernes, desde la sala Dolby Cinema de Barcelona, la única de España que, de momento, se pasa al 4K y el HDR (alto rango dinámico, en sus siglas inglesas) en la gran pantalla. 4K y HDR no dejan de ser dos palabras que no tienen la menor importancia si no podemos asociar una experiencia a ella. David Hernández, responsable del área de cine de Dolby, sumó otras características rimbombantes a los asistentes a esta proyección de Star Wars Episodio VIII. Los últimos jedi. Una de ellas era el contraste, de 1.000.000:1. Esto mide, básicamente, la diferencia entre un blanco y un negro. Entre la luz cegadora y la sombra más impenetrable.

¿En qué se traduce eso como espectador? Puedo contar mi experiencia sin ningún problema, siendo geek además de todos estos palabros que esconden una verdad muy sencilla: la calidad de imagen quiere replicar a lo real. Y, si fuera posible, embellecerlo incluso. Un contraste de 1.000.000:1 significa que cuando Rian Johnson rueda un plano en el que divide la imagen en dos áreas completamente opuestas, una montaña como silueta y un cielo azul resplandeciente, nuestros ojos reciben este contraste como si estuviéramos observándolo en el mundo real. Lo mismo se aplica a los elementos imposibles, como el sable láser. La gama cuasi infinita de colores que permite el HDR hacen que un rojo sea realmente rojo. Le da una viveza, casi infantil, a los colores de una fantasía como Star Wars.

Esto resulta evidente para las grandes pinceladas de color pero también para las diminutas. En Star Wars Episodio VIII… hay unas criaturas semejantes a un zorro pero que tienen el pelaje cristalino. Es más, parece que en vez de pelo cubierto por una escarcha vítrea, lo que tenemos son unos pelos realmente de cristal. Esto significa que cuando la luz rebota sobre ellos crea reflejos opalinos, por difracción. Y este detalle sutil se advierte bellamente en los pocos planos dedicados a estas criaturas.

Luego está el sonido. Dolby llama al suyo Atmos. La idea es que los 93 altavoces distribuidos por la sala crean un paisaje sonoro en tres dimensiones. Esto quiere decir que ya no solo se puede hacer que el espectador sienta cómo el sonido le rodea horizontalmente, sino también verticalmente. Lo que lleva consigo esta adición es que suena distinto una nave que está sobrevolando a cientos de metros del protagonista que otra que lo hace casi tocándole el cogote. Quiere decir también que podemos apreciar la diferencia de alguien que nos grita desde lo alto de un acantilado o que lo hace desde el fondo de la caverna.

Y luego estuvo el 3D. Allá por 2009, Avatar ponía de moda aquello de ponerse unas gafas para ver cómo ciertos objetos se salían de la pantalla. Pero, sobre todo, para crear la sensación de volumen y profundidad. Sin embargo, el efecto era poco satisfactorio. Las gafas implicaban una enorme reducción de brillo en la imagen, que lucía apagada. Además, cuando los efectos 3D eran más radicales, los elementos que se salían de la pantalla se mostraban semitransparentes, rompiendo la ilusión de creer en ellos. Tal vez el aspecto que más me impresionó de una sensación general muy positiva de ver Star Wars así fue cómo el 3D ofrecido era de total nitidez. Apenas sí hubo un momento en el que los bordes de la imagen acusaran esa molesta semitransparencia. La práctica totalidad del metraje el 3D fue estable sin cargarse el brillo y cromatismo de las escenas. Era como vivir una imagen en alta definición a la que se la había añadido, sin quitar nada, el volumen.

¿Alguna novedad?

Pero, ¿hasta qué punto son nuevas estas tecnologías? Lo cierto es que no lo son. Los televisores modernos ya las tienen. Ese contraste del que hablaba Hernández con admiración, el 1.000.000:1, es igualado por un televisor OLED 4K sin ningún problema. El sonido Atmos también está disponible para una experiencia doméstica. Entonces, ¿dónde se encuentra el valor de vivir esto en el cine? La respuesta es: obsolescencia.

El cine se estaba quedando atrás respecto a la evolución continua de los televisores por una razón muy sencilla. Renovar su parque es extraordinariamente caro. Hablamos de gigantescas pantallas y de unas salas que exigen pensar la disposición de butacas y altavoces a priori. Es muy difícil reciclar viejos espacios a modernos estándares. La realidad de todo esto es que en la mayoría de cines de un país como España nos enfrentamos a una calidad de imagen ciertamente inferior a la que podemos tener en nuestro hogar. Porque, con la crisis que han vivido y siguen viviendo las salas de cine, cuesta mucho justificar el renovar desde cero todo el parque de salas de cine.

Sin embargo, algo hay que hacer. Todas las grandes cabeceras del medio, de Variety a Hollywood Reporter, coinciden en su diagnóstico. El cine, entendido como experiencia comunal en una sala, está perdiendo relevancia. Se logran récords de recaudación a base de trucar las cifras subiendo precio de las entradas. Pero cada vez los espectadores desde una butaca son menos. Hay múltiples razones para esto, pero una de las principales es que la experiencia de una gran pantalla apenas ha evolucionado en medio siglo. Mientras uno puede montarse una experiencia abrumadora para su sofá, muchas de las salas a las que acude aquejan pobre calidad de imagen y sonido para los estándares de hoy.

La otra cara de la moneda es que si el cine, en su imagen y sonido, alcanza las cotas de espectáculo posibles en los nuevos televisores, la supera de largo. Da igual comprarse una pantalla de 100 pulgadas. Da igual tener un sistema de sonido 7.1. Es imposible competir con una pantalla que supera los 10 metros de altura y con casi un centenar de altavoces. Es, repito, imposible. El impacto estético del tamaño y el número sí importa. Marca un abismo si los estánderes de calidad son idénticos entre el formato doméstico y el cinematográfico.

El cine es consciente de este problema y está luchando por cambiarlo. Esta sala de Dolby en España, que incrementa levemente el precio de la entrada convencional (la subida no llega a dos euros), es una suerte de piloto en nuestro país para ver si compensa económicamente desplegar un gran número de salas equivalentes en todo el país y en todo en planeta. Sus rivales, IMAX, se encuentran trabajando con salas similares que proyectan también en 4K HDR con pantallas de hasta 20 metros de altura. Y hay otros muchos sistemas en marcha que planean usar tecnologías como la realidad aumentada, la virtual y un cambio radical en la resolución y número de fotogramas por segundo. De ellos hablaremos próximamente en la revista de Retina.

Pero sirva este ágape de Luke Skywalker como un asomarse a otro tipo de sala del cine. Una más cara pero que devuelve la ilusión en contemplar algo extraordinario e imposible fuera de esas butacas.

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