Cincuenta años sin Allende, el mito popular que divide a los chilenos

El 4 de noviembre de 1970, el general Augusto Pinochet escoltaba al nuevo presidente de Chile, Salvador Allende, en su camino a la catedral en Santiago.

Popular, democrático y revolucionario. Así definía Salvador Allende el proyecto de la Unidad Popular con el que llegó al poder en noviembre de 1970. Esa experiencia inédita en el mundo (la vía pacífica al socialismo) se vería interrumpida tres años más tarde por el cruento golpe de Estado del general Augusto Pinochet.

A 50 años de la caída del mandatario socialista, Chile afronta esta simbólica conmemoración entre la reivindicación de la izquierda –ahora en el Gobierno-, el revisionismo de la derecha y una creciente indiferencia de la ciudadanía.

El 11 de septiembre de 1973, los militares bombardeaban el palacio de La Moneda con Allende dentro. El presidente chileno se suicidó allí mismo tras grabar un conmovedor mensaje a la nación. Medio siglo después de aquel trágico episodio que dio pie a una larga y sangrienta dictadura (1973-1990) se sienta en La Moneda otro dirigente de izquierdas, Gabriel Boric, admirador del médico socialista.

Si en algo se asemejan el Chile de Allende y el de Boric es en la polarización de la sociedad. Hace 50 años, esa división llegó al límite, con dos bandos políticos irreconciliables. Hoy la oposición ya no conspira para tumbar a la brava a un gobierno elegido en las urnas, pero se ha abonado al negacionismo que predican las voces más recalcitrantes de la derecha.

Las conmemoraciones por los 50 años del golpe han tocado de nuevo la fibra más sensible de los chilenos. La condena sin ambages a la ruptura democrática que supuso el 11 de septiembre debería ser el punto de partida para un acuerdo común, pero no es así.

Al escritor y periodista Patricio Fernández, designado por Boric para coordinar los actos del 50º aniversario del golpe, le pasó factura una ambigua declaración al respecto.

«La historia podrá seguir discutiendo por qué sucedió o cuáles fueron las razones o motivaciones del golpe de Estado […], pero lo que podríamos intentar acordar es que sucesos posteriores a ese golpe son inaceptables en cualquier pacto civilizatorio», dijo en un programa de radio. Esa disociación entre el golpe y sus secuelas molestó a las agrupaciones de familiares de víctimas de la dictadura y al Partido Comunista.

Fernández, fundador de la revista The Clinic y exmiembro de la convención que redactó la Constitución progresista rechazada hace un año, se vio obligado a dimitir.

Donde no hay ambigüedades es en el bloque de la derecha. Hace diez o quince años habría sido impensable que la Cámara de Diputados releyera -como hizo el pasado 23 de agosto- la resolución de 1973 en la que se tildaba de inconstitucional al gobierno de Allende. O que se dudara de la violencia sexual ejercida por los torturadores del régimen, como han hecho estos días algunas congresistas de ultraderecha.

Si en los años setenta del siglo XX se confabulaba contra la democracia, el Partido Nacional hoy no esconde sus simpatías hacia la dictadura el Partido Republicano de José Antonio Kast, primera fuerza política del país tras su arrollador triunfo en las elecciones de mayo para el Consejo Constitucional que elabora la nueva Carta Magna.

La derecha tradicional de Chile Vamos no llega tan lejos, pero se ha dejado arrastrar por el clima de crispación y se ha negado a firmar una declaración institucional propuesta por Boric (Compromiso de Santiago), un acuerdo de mínimos que promovía la defensa de la democracia ante las amenazas autoritarias y la preservación de los derechos humanos.

Aprovechando la debilidad por la que atraviesa el gobierno progresista, los dirigentes conservadores han preferido emitir su propio comunicado: un manual del perfecto revisionista en el que se insta a los chilenos a reflexionar sobre «los errores cometidos por todos los sectores».

Finalmente, Boric se ha apuntado un tanto al lograr el respaldo de cuatro expresidentes de distintas tendencias (Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera) en un documento consensuado más allá de sus «legítimas diferencias». «Cuidemos la memoria, porque es el ancla del futuro democrático que demandan nuestros pueblos», reza el texto.

El involucionismo se ha instalado con fuerza en la política y en el debate público, como recordaba la senadora Isabel Allende Busi, hija del líder socialista, en una reciente entrevista con el periódico La Tercera: «Siento que en lugar de avanzar estamos involucionando […] Ahora me encuentro con gente que te dice que Pinochet fue un estadista y ese tipo de cosas».

«Cómo es posible que como sociedad, 50 años después, no tengamos la capacidad de decir: mira, por grave que sea una crisis política, por polarizado que esté el mundo, nunca tienes que terminar con la democracia. Siempre tiene que haber una salida, pero no ésta, que es un golpe y una dictadura con las violaciones más atroces que hemos conocido».

El negacionismo avanza de la mano de una creciente apatía y amnesia social. Un 70% de los chilenos no había nacido hace 50 años. Sea por desconocimiento o por afinidades políticas, más de un tercio de la población no ve con malos ojos lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973.

Un 36% de los encuestados por la consultora Cerc-Mori en mayo pasado estimó que los militares «tenían razón para dar el golpe de Estado». Y un 39% se mostró de acuerdo con la definición de Pinochet como «el hombre que impulsó y modernizó la economía chilena». Unos porcentajes que se aproximan a los votantes del ultraderechista Kast.

Nacido en 1986, Boric, como otros dirigentes del gobernante Frente Amplio, sí se ha sentido concernido por el legado de Allende, a quien evocó durante su toma de posesión en marzo de 2022. Su mirada no es dogmática. El periodo de la Unidad Popular, ha dicho recientemente, se debería revisar y analizar «no solamente desde una perspectiva mítica».

En todo caso, su compromiso con las políticas de memoria, justicia y reparación sigue intacto. El Gobierno acaba de aprobar el Plan Nacional de Búsqueda de detenidos desaparecidos, un ambicioso programa destinado a convertirse en política de Estado. Según cálculos oficiales, en Chile hay 1.469 víctimas de desaparición forzada.

El sueño truncado de Allende

Aquella mañana del 11 de septiembre de 1973 Allende tardó un buen rato en comprender que Augusto Pinochet, a quien había nombrado semanas atrás comandante en jefe del Ejército, lo había traicionado.

El general había estado al lado del gobierno en el tanquetazo de finales de junio, un anticipo frustrado de levantamiento armado que pudo ser sofocado gracias a la fidelidad de las unidades militares comandadas por el general Carlos Prats, quien sería asesinado un año después en Buenos Aires.

Durante las angustiosas horas que Allende pasó encerrado en La Moneda junto a una treintena de colaboradores, tal vez recordara a otro general: René Schneider, el jefe del Ejército cosido a balazos tras la victoria electoral de la Unidad Popular en septiembre de 1970. Schneider pagó con su vida su lealtad a la legalidad democrática. Fue un negro aviso para navegantes.

Allende era ya en 1970, a sus 62 años, un líder político curtido. Había sido ministro, senador y cuatro veces candidato presidencial. Se había ganado a las capas populares con sus dotes oratorias y un halo de honestidad inquebrantable. No decepcionó a esa clase trabajadora que reclamaba transformaciones sociales urgentes.

Nacionalizó la banca, la industria del cobre y otros sectores clave de la economía, aceleró la reforma agraria, mejoró el nivel adquisitivo de obreros y peones del campo… Era una experiencia única y prometedora para los más desfavorecidos. Un camino nunca antes transitado que no estaba exento de amenazas externas y contradicciones internas.

Pero la primavera política de ese proceso revolucionario duró poco más de un año. Después llegarían los paros patronales (como el organizado por los transportistas en octubre de 1972), el bloqueo institucional de la derecha (con mayoría en el Congreso), los reveses de un poder judicial reaccionario y el constante ruido de sables.

Fue una etapa de crisis económica, desabastecimiento, fuga de capitales y alta inflación. Y por encima de todo sobrevolaba la continua injerencia de Washington. Nixon y Kissinger no querían que la experiencia chilena contagiara a otros países de América Latina.

Financiaron y asesoraron a la oposición, a la patronal, a los grupos armados de ultraderecha, a los militares sediciosos… No se puede entender el derrocamiento de Allende sin el concurso de la CIA.

La Unidad Popular estuvo desde el primer día en el filo de la navaja. A la fortaleza de sus adversarios se sumaban las diferencias en el seno de la propia coalición. Allende buscó a última hora el acercamiento a la Democracia Cristiana para ampliar la base de sus apoyos, mientras comunistas y socialistas discrepaban sobre la estrategia a seguir y los trabajadores no cesaban de tomar el control de fábricas y tierras.

El mandatario se sentía arropado cada vez que escuchaba a una multitud en Santiago corear aquello de «Allende, Allende, el pueblo te defiende», como ocurriera solo una semana antes del golpe (el 4 de septiembre), en el tercer aniversario del triunfo electoral de la izquierda.

Pero era un pueblo desarmado que, llegado el momento, no pudo defender a su presidente. La violencia de la asonada castrense fue tan desmedida que cercenó los conatos de resistencia en los barrios populares. La Moneda, sin embargo, no se rendía. Los golpistas tuvieron que bombardear el palacio desde el aire.

Entre las llamas, Salvador Allende entendió el trance histórico que le había tocado vivir. Si había que sacrificar alguna vida, sería la suya. Improvisó una suerte de testamento político de una potencia simbólica impresionante y luego se inmoló. Ese gesto lo ha elevado al altar laico de los héroes revolucionarios latinoamericanos. Su proyecto político, el sueño de la vía pacífica para instaurar una sociedad socialista, parece hoy mucho más lejano que ayer.

Con información de Público de España

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