A 60 años de la muerte de Marilyn Monroe

Hay algo en la belleza de Marilyn Monroe que parece escapar a la lógica de lo domesticable, de lo racional. ¿Una especie de encanto metafísico? No está muy claro qué es, y hasta quizás sea una ilusión, pero insisto: hay algo que parece no adaptarse a la cadena de montaje las bellezas esterotípicas y masificables. Algo que surgió con ella y nunca más repetió de la misma forma. Algo que gambetea los algoritmos y golpea de lleno en los espectadores sensibles. ¿Será esa sexualidad desbordante que jamás cruzaba la línea de la vulgaridad? ¿O esa simpatía que daba vueltas en el aire y se volvía dulzura en un arrebato? ¿Quizás la elegancia que en ella permanecía siempre terrenal, a kilómetros de distancia de la solemnidad? Son todas hipótesis subjetivas. Cada cual tendrá las suyas. Sin dudas, hay algo en la belleza de Marilyn Monroe que persiste irrevocable, insuperable, inalterable, incluso hoy, a sesenta años de su muerte. Su mito se agiganta cada vez que aparece en escena, pero el tiempo hace su truco y la aleja de nuestra actualidad como una imagen atrapada en su época. “Supongo que soy una fantasía”, dijo una vez.

En el teaser de Rubia, la película que Netflix estrenará el 23 de septiembre, la vemos en la intimidad del camarín. Llora frente al espejo, junta las manos en forma de rezo y dice: “Ven, por favor. No me abandones”. Un hombre de barba la maquilla y la consuela: “Ella vendrá”. Dirigida y adaptada por Andrew Dominik, la película se basa en la novela Blonde de Joyce Carol Oates publicada en el año 2000. La actriz protagonista, la que le pone voz y piel a Marilyn, es la cubana Ana de Armas. Apenas unas imágenes en movimiento nos alcanza para decir que la elección es casi perfecta. La escena del teaser transcurre en blanco y negro, ella levanta la vista, se mira en el espejo y algo cambia, algo se transforma: de las lágrimas y la tristeza pasa a la risa y la alegría. Como si se acordara quién es realmente. Como una maga de sí misma que puede cambiar de estado de ánimo en un chasquido. No sabemos por qué llora ni a quién espera; tampoco para qué se prepara, se produce, se maquilla, se embellece. Hay algo en esos segundos de intimidad que retratan cómo la intensidad de sentidos que emanaba esa mujer repercutía en su interior.

«Mientras la ciudad duerme» (1950)

Durante la madrugada del sábado 4 de agosto de 1962 Marilyn Monroe pierde la vida. La autopsia reveló una sobredosis de pastillas para dormir. No está claro si fue suicidio o accidente. En El misterio de Marilyn Monroe: las cintas inéditastampoco. Este documental, también producido por Netflix, dirigido por Emma Cooper y basado en la investigación de Anthony Summers para el libro de 1985 titulado Diosa, alumbra la zona final —las personas que la vieron tirada en la cama, algunos dicen que ya sin vida, otros que la subieron a una ambulancia en coma, los horarios cambian, los nombres se modifican, nadie quiere hablar de más— y la conclusión es que fue el FBI quien ocultó las pruebas que ayudarían a esclarecer el hecho. ¿Por qué? Bueno, en ese momento Marilyn tenía un romance con los hermanos Kennedy: uno presidente de los Estados Unidos, otro Fiscal General de la Nación. En el último tiempo se había relacionado con comunistas expatriados y, debido a su relación íntima con ambos, había accedido a cierta información referida a pruebas nucleares. La película susurra la idea de que el imperio la quería muerta.

“No parecía su cuerpo”, dice Allan Abbott, uno de los sepultureros de Marilyn Monroe, en el libro publicado en el año 2015. Son, más que crónicas, memorias. Allí relata historias, experiencias, postales de celebridades lloradas. Podríamos traducir el título como Perdón por mi coche fúnebre: un retrato colorido del encuentro entre la industria funeraria y la del entretenimiento en Hollywood. Cuando Abbott habla de ella no se refiere a la condición mundana de tener que maquillar un cadáver frío e inmóvil, no; cuando narra que el cuerpo que vio no se parecía a Marilyn Monroe está diciendo que la belleza sólo puede apreciarse viva, que en la muerte no hay belleza, no hay encanto, no hay nada. Quizás la tarea que se propuso Abbott en su relato haya sido desidealizarla, elaborar epígrafes sensoriales de lo que le significó ver in praesentia lo que muchos vieron en las fotos post mortem. Quizás su intención detrás del juego del morbo fue explicar que la belleza se materializa en un cuerpo y que cuando ese cuerpo muere la belleza se extingue con él.

La clásica escena del vestido en «La comezón del séptimo año» (1955)

“Parecía una mujer normal muy envejecida. Su pelo no había sido teñido desde hacía tiempo, no se había afeitado las piernas al menos en una semana, sus labios estaban muy agrietados y necesitaba una manicura y una pedicura”, se lee en el libro. También: “No llevaba ropa interior y tenía pequeños pechos falsos, mucho más pequeños que los que había visto hasta ese momento. Además tenía una dentadura postiza”. Aquella madrugada, Allan Abbott recibió un llamado. Debía ir a una mansión en Brentwood y recoger el cadáver de Marilyn Monroe para luego llevarlo a la morgue y más tarde enterrarlo. Era el encargado del servicio funerario, ese trabajo lo hacía diariamente, incluso con varias celebridades de Hollywood, ¿qué podía tener de diferente este caso?, ¿qué habría de sorprendente que nunca antes haya visto? Pasaron 43 años hasta que decidió contarlo en un libro. Seguramente el motivo haya sido dinero, pero no parece ser explicación suficiente. ¿Qué efectos colaterales tendrá ver el cadáver en la instancia inicial de descomposición de la mujer más hermosa del mundo?

El documental sobre “las cintas inéditas” —cuya novedad es reproducir las entrevistas que Summers hizo a mediados de los ochenta y poner actores a interpretar esas voces— subraya dos rasgos en la personalidad de Marilyn que podrían determinar su depresión final. Por un lado, la soledad de la infancia. No conoció a su padre; su madre fue diagnosticada con esquizofrenia paranoide y no pudo hacerse cargo de su crianza, por lo que vivió la mayor parte de su niñez entre orfanatos y padres adoptivos. En el documental, un amigo cuenta una anécdota. Habla de un juego en una fiesta —eran varios, seguramente estaban borrachos—: decir “lo que más querían en el mundo”. Ella dijo que querían ponerse una peluca negra, recoger a su padre en un bar y tener sexo con él. Luego decirle: “¿Qué se siente tener una hija a quien le has hecho el amor?” El otro rasgo, claramente relacionado, es el amor fallido: el aburrimiento que le causaba su primer marido, la violencia del segundo, la decepción del tercero y la tristeza que le provocaron John y Robert Kennedy. También aparecen como determinantes los embarazos que perdió. Todo es un cóctel.

«Alguien tiene que ceder» (1964)

Pero el misterio no parece estar sólo en su muerte, también en su vida. Los entrevistados del documental no pueden evitar preguntarse por ese halo radiante que la envolvía. Como si hubieran estado frente a una especie de diosa, de musa, de ángel, y necesitaran contar esa sensaciones. Todos tienen una certeza: “Marilyn tenía algo”. Algunos hablan de lo que causaba en los demás, de cómo llamaba la atención, de cómo hombres y mujeres se sentían magnetizados. Alguien dice que “había algo muy vulnerable. Algo que uno sentía que podía destruirse”. Es muy atinado este punto. Sin dudas, era una femme fatal —tenía que serlo: su presencia era arrolladora— pero también una chica sensible, una lectora curiosa y una militante del romance. Otra persona dice: “Se sentía cómoda con su cuerpo. No conocía a nadie que se sintiera tan natural. Era casi como un animal por cómo se sentía su movimiento… hermoso y muy poético”. Y aparece ahí, de nuevo, lo metafísico, lo inexplicable. Una belleza que abandona el plano racional y se aloja en el terreno de lo artístico.

Marilyn Monroe fue una estrella que se apagó temprano, a los 36 años, de forma abrupta y colosal. Una de las últimas imágenes icónicas que dejó en el cine fue en la película de 1964 Alguien tiene que ceder, que no pudo terminar, que quedó inconclusa. Es de noche y está desnuda al borde de la pileta. Se seca al pelo con espontaneidad. Llega un hombre de sombrero, traje marrón, portafolios; come una manzana absorto en sus pensamientos —seguramente financieros— cuando la ve. La palabra que lo define es: estupefacto. Tanta belleza junta, tanto encanto, lo congela: primero siente sorpresa, luego una vergüenza repentina que lo obliga a huir. Ella se ríe, se toma su tiempo, después se pone una bata celeste, y baila. ¿Quién iba a decir que esa sería su despedida? Es la última llama en la pantalla grande. Luego: la muerte. Estaba en la cúspide de su carrera, en el fulgor de su erotismo, en un punto nodal de la experiencia. Todo lo que vendría después tenía que ser mejor. El verdadero misterio, el de su belleza, aún nadie lo pudo develar.

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