“La verdadera parte demandante en el estrado es la civilización”, declaró el fiscal estadounidense Robert Jackson cuando comenzaron los juicios de Núremberg en noviembre de 1945. Frente a él, en el banquillo de los acusados, se encontraban los artífices y ejecutores del Holocausto y de otros innumerables crímenes del régimen nazi, entre ellos Hermann Goering, jefe de la Luftwaffe y del rearme nazi; Hans Frank, que había tratado a Polonia como su feudo personal y había adquirido el apodo de “el carnicero de Cracovia” y Hans Sauckel, que había organizado el programa nazi de trabajo esclavo, entre otros.
Casi un año después de ese día, el 16 de octubre de 1946 se ejecutó una sentencia histórica, que estableció un registro irrefutable y detallado de los crímenes del régimen nazi, como el holocausto. Esa madrugada, 10 jerarcas nazis fueron ahorcados en el gimnasio de la prisión. Debían ser 11 pero Goering, supuesto sucesor de Hitler, se había suicidado horas antes tragándose una cápsula de cianuro.
Todos los cuerpos, incluido el de Goering, fueron incinerados y sus cenizas esparcidas en un afluente del río Isar, para evitar que sus tumbas se convirtieran en lugares de reunión.
A casi 75 años de esa histórica sentencia, los juicios son ampliamente celebrados como un triunfo de la ley sobre el mal y como un importante punto de inflexión en la historia del derecho, ya que el tratamiento de los crímenes de los nazis allanó el camino de la justicia en la comunidad internacional en general y la creación de la Corte Penal Internacional en particular.
Todo empezó poco antes de la rendición, cuando la caída del nazismo era ya inevitable y los vencedores comenzaron a discutir qué hacer con los vencidos.
Para Winston Churchill y Anthny Eden, su ministro de Asuntos Exteriores, debía detenerse a la mayor cantidad de jerarcas posibles, someterlos a un juicio sumarísimo en el lugar en el que fueran encontrados y ejecutarlos dentro de las seis horas siguientes. El dictador soviético Stalin también buscaba ejecutarlos, pero conocía muy bien el valor propagandístico de un juicio… “Después de innumerables padecimientos, el estado de ánimo en Europa era mayoritariamente favorable a la aplicación sumaria y sin contemplaciones de una justicia del vencedor”, aseguró Rodrigo Brunori en su artículo sobre el Juicio en la revista Muy interesante. Pero la protesta de la opinión pública estadounidense, una vez que se filtraron estos planes, fue un factor importante para allanar el camino hacia Núremberg.
En lugar de los fusilamientos masivos, se revivió una vieja idea de la Primera Guerra Mundial. El tratado de Versalles había obligado a Alemania a entregar al káiser Guillermo II y a cientos de oficiales de alto rango a un tribunal internacional para ser juzgados por crímenes de guerra. Pero el káiser huyó a Holanda y el gobierno alemán se negó a entregar a ningún oficial o político. Esta vez, sin embargo, Alemania estaba completamente ocupada y no podía resistirse, así que los juicios siguieron adelante.
La legalidad de los juicios suscitó críticas y dudas desde el primer momento. Quizá era inevitable, explica Brunori, puesto que era la primera vez que se planteaba una operación de semejante alcance. En el pasado se habían castigado crímenes de guerra, pero limitándose siempre a los ejecutores materiales, como soldados rasos u oficiales de baja graduación. Nunca se habían sentado en el banquillo los más altos responsables políticos, militares y civiles, como ocurrió en el juicio principal de Núremberg. Tampoco se había juzgado nunca el hecho mismo de iniciar una guerra de agresión ni la violación de tratados internacionales. “La guerra era un hecho normal entre estados. A los vencidos se les exigía el pago de cuantiosas reparaciones que hundían a sus poblaciones en la miseria, pero los responsables de haber iniciado el conflicto se beneficiaban de una especie de amnistía tácita”.
Otra de las críticas, añade Brunori, era que, efectivamente, se trató de una justicia del vencedor, puesto que aplicaba solo a Alemania unos cargos que podrían haberse esgrimido contra los propios aliados: los crímenes contra la humanidad de Stalin eran de sobra conocidos – purgas, genocidio en Ucrania, deportaciones masivas-, así como los que cometió contra la paz -invasión de Polonia acordada en el Pacto Ribbentrop-Molotov de 1939; invasiones de Finlandia y los Estados Bálticos. También encajaban en el capítulo de crímenes de guerra los bombardeos aliados de ciudades alemanas – Hamburgo, Dresde y otras-, en los que murieron cientos de miles de civiles y que se mantuvieron en el tiempo con el fin de aterrorizar a la población, por más que no hubiera objetivos militares. De hecho, este motivo llevó a los aliados a abstenerse prudentemente de incluir los bombardeos alemanes entre las acusaciones.
Así, para proteger a los vencedores, el tribunal aplicó el llamado principio tu quoqueque sostiene que cualquier acto ilegal estaba justificado si también había sido cometido por el enemigo (la frase en latín significa “tú también”).
En este contexto, el 20 de noviembre de 1945 comenzaron las audiencias en el edificio principal del tribunal de la ciudad bávara de Núremberg con la acusación de 22 de los nazis de mayor rango que habían sido capturados vivos.
Las audiencias duraron 10 meses, con 402 vistas públicas en las que comparecieron 240 testigos. Asistieron a diario más de 400 visitantes y 325 corresponsales de prensa de decenas de países distintos. La radio alemana retransmitía a diario información y comentarios sobre el juicio; durante meses, los espectadores pudieron ver en los cines de todo el mundo noticias y reportajes sobre Núremberg, y el Holocausto quedó desnudo frente al mundo. Y sólo seis meses después del fin de las hostilidades, los fiscales de las cuatro potencias aliadas (Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Rusia), reunieron 300.000 testimonios y unas 6.600 pruebas, apoyados por 42 volúmenes de archivos.
La primera fila del banquillo de los acusados: Hermann Goering, Rudolf Hess, Joachim Von Ribbentrop, Wilhelm Keitel y Ernst Kaltenbrunner. En la fila de atrás están: Karl Doenitz, Erich Raeder, Baldur von Schirach y Fritz Sauckel.
El proceso se celebró en una ciudad en ruinas, pero cuyo palacio de justicia conectado a una prisión seguía en pie. Núremberg, antigua ciudad imperial, era sobre todo el símbolo del nazismo donde Adolf Hitler tenía sus grandes reuniones y donde fueron promulgadas en 1935 las leyes antijudías.
Los acusados debían responder por cargos de conspiración, crímenes de guerra, crímenes contra la paz y, por primera vez en la historia, crímenes contra la humanidad.
La nueva categoría agrupaba por primera vez “el asesinato, exterminio, esclavitud, deportación y cualquier otro acto inhumano cometido contra cualquier población civil, antes o durante la guerra, o las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos”. La noción de genocidio, en cambio, no se reconoció en el derecho internacional hasta 1948.
Hermann Goering, cuenta Brunori, emergió enseguida como el gran protagonista. Desprovisto de las drogas que tomaba y sometido a una dieta obligatoria que le hizo perder 27 kilos, el creador de la Luftwaffe, muy deprimido al final de la guerra, pareció revivir y dio muestras de poseer una singular inteligencia. Se convirtió en el líder natural de los acusados, cuyos testimonios intentó dirigir y sobre los que llegó a ejercer tal influencia que en febrero fue apartado de los demás en la cárcel.
Todos los acusados se declararon “nicht schuldig” (“inocente”). Pero la proyección de una película grabada por los aliados occidentales en los campos dio rápidamente otra dimensión al proceso. Frente a todos se vio el horno crematorio de Buchenwald, una pantalla de lámpara hecha de piel humana y una doctora describió con espeluznantes detalles el tratamiento y las experiencias infligidas a las prisioneras de Belsen…
Entre los 33 testigos de la acusación, la combatiente de la resistencia francesa Marie-Claude Vaillant-Couturier, sobreviviente de los campos de Auschwitz-Birkenau y de Ravensbruck, brindó un relato implacable de más de dos horas. “A las mujeres que daban a luz les ahogaban los recién nacidos frente a sus ojos, los detenidos eran obligados a beber agua de los charcos antes de bañarse, se pasaba lista a las tres de la mañana…”, enumeró casi sin aliento.
“Antes de tomar la palabra frente al tribunal, pasé ante los acusados, muy lentamente. Quería mirarlos a los ojos de cerca. Me preguntaba cómo podrían ser las personas capaces de crímenes tan monstruosos”, confió al diario francés L’Humanité.
“Con defectos o sin ellos, el tribunal de Núremberg no podría haber encontrado una colección de acusados más meritoria, y les dio un juicio ampliamente justo”, afirmó Jan Lemnitzer, de la Universidad de Oxford, en su opinión sobre el tema en The Conversation.
Es que además de 12 condenas a muerte y siete largas penas de prisión, las sentencias incluyeron tres absoluciones, una de ellas para Hans Fritzsche, que había sido la voz pública del régimen en la radio, pero que no había participado personalmente en la planificación de los crímenes de guerra.
Las exoneraciones sorprendieron a los observadores en la época, pero fueron una respuesta explícita a los detractores: el proceso era equitativo.
La ejecución, sin embargo, fue criticada por tosca, cuenta Brunori en Muy Interesante: “Al parecer, los verdugos calcularon mal la longitud de la soga, y en vez de sufrir una muerte rápida, algunos de los condenados -entre ellos el ministro de Relaciones Exteriores nazi, Joachim von Ribbentrop-, agonizaron durante 20 minutos”.
En el centro de la imagen, con auriculares, Karl Brandt, criminal de guerra nazi y médico personal de Hitler, el 20 de agosto de 1947, ya que después del juicio principal contra los jerarcas nazis en Nuremberg ser desarrollaron otros 12 procesos contra responsables nazis, como doctores, ministros y militares
“Una de las razones para celebrar Núremberg es el simple hecho de que se celebrara”, afirma Lemnitzer.
Los “principios de Nuremberg”, así, establecieron firmemente que los individuos pueden ser castigados por crímenes de derecho internacional. También influyeron en la Convención sobre el Genocidio, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los convenios de Ginebra sobre las leyes de la guerra, todos ellos firmados poco después de la guerra. Y luego de un período de “congelación” por la Guerra Fría, Nuremberg demostró ser un poderoso argumento para establecer la Corte Penal Internacional en 1998.
El Fiscal Robert Jackson sabía que hacía historia y lo remarcó en el inicio del juicio: “Las acciones que intentamos condenar y castigar han sido calculadas, tan indignantes y destructivas, que la civilización no puede tolerar que se las ignore porque no logrará sobrevivir si se repiten”.
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Con información de AFP