«Lo que resta de la vida», un libro a leer durante la cuarentena. Primera entrega

by Redacción

“Cuando no se hacía para los vivos más que chozas de tierra o cabañas de paja que la intemperie ha destruido, elevábanse túmulos para los muertos, y antes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las habitaciones. Han vencido a los siglos por su fortaleza las casas de los muertos, no la de los vivos; no las moradas de paso, sino las de queda”.

Del sentimiento trágico de la vidaMiguel de Unamuno

“Ningún hombre que viva mucho escapa a la vejez: se trata de un fenómeno ineluctable e irreversible. La vejez concluye siempre en la muerte.”

La vejez, Simone de Beauvoir 

“Cualquier muerte es la muerte”.

EscribirMarguerite Duras

Berlín

Cuando nací, ya tenía dispuesto el lugar en donde descansarían mis restos. No lo sabía. Por supuesto que no lo sabía. Me enteré del asunto mucho tiempo después. Medio siglo antes de mi nacimiento, en mil novecientos siete, Emilio, mi bisabuelo paterno, le compró a un tal Fraga la enorme bóveda familiar que está ubicada a la izquierda de la entrada al cementerio de mi pueblo.

Resulta azaroso el hecho de nacer.

Podría no haber ocurrido.

Pero ocurrió.

Y como ocurrió, ahí está esperándome, cerca de la entrada al cementerio de mi pueblo, la sólida y primordial ocurrencia de mi bisabuelo.

Dar a luz. Suele decirse del parto. Es una de las maneras que el castellano ha encontrado para nombrar metafóricamente el momento del nacimiento. De cualquier nacimiento. Una manera que deja al pasado de la vida del lado de la oscuridad. También la muerte, el futuro más o menos lejano de ese nacimiento, queda del lado de la oscuridad. Solo la vida es luz, parece dictaminar la metáfora castellana.

Lo demás es ausencia de color.

Lo demás es nada.

He cumplido sesenta y un años de edad. Y esto que soy, mientras desayuno, es lo que queda de lo que alguna vez fui. Aquello que persiste de un cuerpo bastante más sano y más glorioso que el actual. Un resto. Un resto desayunando. Rodeado de otros restos que ya no desayunan y que tampoco he conocido: estoy sentado a una mesa en el bar Strauss, en Berlín, en medio del cementerio que se encuentra justo enfrente de la librería de Teresa, sobre la Bergmannstrasse.

Un bar entre residuos de vidas.

Residuos de la vida de aquellos que descansan debajo de sus lápidas a unos pocos metros de mi taza de café con leche. Y, también, residuos de mi propia vida.

El bar Strauss ocupa uno de los lados del edificio que se halla a la entrada del cementerio. El lado derecho para los que llegamos caminando por la Bergmannstrasse desde la iglesia en la que nace la calle, el izquierdo para los que yacen dentro. Su interior de paredes blancas y altas guarda detalles bellísimos. Gruesas columnas unidas por arcadas de medio punto sostienen el techo, ventanales enormes, una vieja cajonera que almacena distintos tipos de café, botellones vacíos, la pizarra con el menú del día que cuelga desde una de las columnas y una barra no muy extensa de color negro.

La barra no está preparada para que los clientes puedan quedarse allí de pie.

Adrede, sospecho.

Para tomar lo que sea, en el bar Strauss, hay que sentarse a alguna de sus pequeñas mesas redondas. Detenerse al menos unos minutos. Las dos mujeres que lo atienden, o en su defecto quien haya diseñado el lugar si es que no han sido ellas mismas, parecen haber determinado que a los cementerios no se los puede visitar a las apuradas. Una decisión de algún modo ecuánime: seamos restos todavía vivos o seamos restos ya muertos, el tiempo es una coordenada que no tiene ningún sentido dentro de los límites de un cementerio. Se trata de un espacio, solo de un espacio.

No estoy seguro de cuándo es que uno comienza a ser un resto. De cualquier modo, intuyo que eso ocurre bastante antes de la muerte. Somos un resto apenas los demás comienzan a vernos como un resto. Cuando nos pasa eso que llamamos vejez. O cuando comienza a molestar nuestra oscura visibilidad, mejor. Cuando, ya casi sin tiempo, nos convertimos en un espacio incómodo para aquellos a los que todavía les sobra. Un espacio molesto que es mejor esquivar.

Desayuno café con leche y una porción de tarta de manzanas. El Strauss está repleto de gente. No solo hoy, en realidad todas las mañanas que he venido lo está. Y aunque hace frío y sopla algo de viento, tuve que sentarme a una de las mesas ubicadas en la zona de la terraza que queda a cielo abierto. No había ninguna libre en la región más protegida, debajo de una suerte de galería que se encuentra junto a la puerta del bar.

Es raro, tanta gente a mi alrededor.

Los cementerios son sitios en los cuales suelo sentirme solo. Muy solo. Eso es lo que me pasa, por ejemplo, cada vez que voy a visitar los restos de mi padre a la bóveda familiar del pueblo.

Acá no.

Acá me siento acompañado.

Este bar convierte al cementerio en otro lugar. En un sitio no tan oscuro, un sitio que de algún modo celebra la vida. La de mis vecinos de mesa. La mía. Incluso, me da la impresión, la que ya fue: la vida de aquellos que yacen debajo de sus lápidas en los alrededores de mi desayuno.

También el luto es oscuro. Negro. Al menos en Occidente. Ropas claras y colores para vivir, oscuridad o ausencia de color para poner de manifiesto la muerte cercana. Un juego de matices. Otra metáfora. Esta vez, una metáfora de silenciosos gestos sociales que, poco a poco, va perdiéndose.

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